CÍRCULO DE ESTUDIOS POLÍTICOS Y SOCIALES

CIREPS

Ley, desacato y reforma:

Las dimensiones políticas de la desobediencia civil

[fragmento]

Por Alessandro Caviglia Marconi.

1.- El concepto de desobediencia civil.

El término “desobediencia civil” es usado comúnmente para referir indiscriminadamente un conjunto de fenómenos políticos y jurídicos de naturaleza sumamente diversa. Ese uso común es problemático porque incurre en una serie de mal entendidos que traen consigo confusiones que es necesario despejar. En determinados casos algunos poderes de Estado –especialmente judiciales- de diferentes países han interpretado ciertos actos como casos de desobediencia civil y los han procesado de un modo erróneo con la consecuencia de conducir a planteamientos políticos confusos y peligrosos. Es por ello que es necesario proceder al esclarecimiento del término. Dicha dilucidación no puede proceder – como muchos abogados y juristas creen- contraponiendo casos y tratando de extraer los conceptos pertinentes a partir de éstos. Ese procedimiento no permite extraer los principios adecuadamente. La manera de hacerlo es realizando una reflexión crítico-filosófica que permita pulir los conceptos pertinentes de manera racional.

A fin de realizar esta aclaración en torno al concepto de “desobediencia civil” exploraremos una serie de fenómenos con los que ha sido confundido para, inmediatamente después, presentar un cierta determinación del mismo.

1.1.- La sedición

Por desobediencia civil no debe entenderse toda forma de desacato a la ley. Una forma de desacato que es necesario distinguir de la desobediencia civil la constituye la sedición contra el gobierno o contra el Estado. Es posible encontrar en el pensamiento político de Thomas Hobbes algunos elementos para la elaboración de una teoría de la sedición, claro está, de manera matizada y diluida hasta el punto que parece no haber un derecho a la sedición propiamente dicha. Dichos elementos germinales se encuentran en el texto del Leviatán, donde se dice:

La obligación de los súbditos con respecto al soberano se comprende que no ha de durar ni más ni menos que lo que dure el poder mediante el cual tiene capacidad para protegerlos. En efecto, el derecho que los hombres tienen, por naturaleza, a protegerse a sí mismos, cuando ninguno puede protegerlos, no puede ser renunciado por ningún pacto[1]

Queda claro en este pasaje cómo la obligación política y jurídica de los ciudadanos al estado soberano tiene sus límites en la capacidad que éste tenga la capacidad de garantizarles protección. Sin embargo, fuera de ese caso específico, en la teoría política y jurídica hobbesiana se puede observar resistencia a otorgar a los ciudadanos el derecho a la sedición[2].
A diferencia de Hobbes, John Locke nos va a ofrecer una resuelta teoría respecto de la legitimidad de sedición. En el Segundo tratado sobre el gobierno civil plantea la posibilidad del desacato a las leyes del Estado, cuando estas leyes representan la tiranización de la ciudadanía. Locke lo expresa en los siguiente términos:

[L]a tiranía es un poder que viola lo que es de derecho; y un poder así nadie puede tenerlo legalmente. Y consiste en hacer uso del poder que se tiene, mas no para el bien de quienes están bajo ese poder, sino para propia ventaja de quien lo ostenta.

Y continúa afirmando:

Así ocurre cuando el que le gobierna, por mucho derecho que tenga al cargo, no se guía por la ley, sino por su voluntad propia; y sus mandatos y acciones no están dirigidos a la conservación de la propiedad de su pueblo, sino a satisfacer su propia ambición, venganza, avaricia o alguna otra pasión irregular.[3]

En la concepción de Locke encontramos que, frente a las pretensiones tiranizantes por parte de quien detenta el poder político, los ciudadanos cuentan con el derecho de resistir, puesto que semejante actitud despoja de legitimidad a las autoridades. Así Locke señala que:

Cualquiera que, en una posición de autoridad, exceda el poder que le ha dado la ley y usa esa fuerza que tiene bajo su mando para imponer sobre los súbditos cosas que la ley no permite cesa en ese momento de ser un magistrado, y, al estar actuando sin autoridad, puede hacérsele frente igual que a cualquier hombre que por la fuerza invade los derechos de otro.. [Así,] quien tiene autoridad para apoderarse en la calle de mi persona puede ser resistido, igual que se resiste a un ladrón, si pretende entrar en m casa para efectuar el arresto a domicilio; y podré yo resistirle, aunque él traiga una orden de detención que le autoriza legalmente a arrestarme fuera de mi casa[4].

En estos pasajes de Locke no se expresa abiertamente la posibilidad de la sedición tanto como la posibilidad de ofrecer resistencia a una autoridad que actúa tiránicamente, invadiendo esferas que le están vedadas por la naturaleza de su cargo. Sin embargo es posible encontrar aquí indicios claros de una teoría de la sedición.



Ciertamente, en otros autores clásicos y modernos podríamos encontrar algunos gérmenes o esbozos de un teoría de la sedición[5], pero basta con estas piezas famosas de la literatura filosófica para caracterizarla y poder distinguir, en contraposición, algunos rasgos de la desobediencia civil. En el caso de la sedición, puesto que la justificación del Estado es a) evitar la muerte violenta de los individuos, b) garantizar la paz en la sociedad y c) resguardar los derechos legítimos de las personas; en caso de que éste no cumple con tales exigencias va perdiendo paulatinamente legitimidad. Ciertamente, la falta frente a cada una de estas exigencias no acarrea las mismas consecuencias políticas. La falta contra b) puede no tener las mismas consecuencias políticas como la falta contra a) o c), dependiendo del grado de intensidad del conflicto que el Estado no esté en condiciones de evitar, controlar o contener. Ciertamente, la guerra civil en la que el Estado parece ser inexistente pone en entredicho su legitimidad política. Por otra parte, el hecho que el Estado no esté en condiciones de resguardar los derechos de los ciudadanos pone en entredicho su legitimidad dependiendo si los derechos vulnerados son fundamentales o si es el mismo Estado el que vulnera tales derechos. Pero en caso en el que la pérdida de apoyo político de los ciudadanos al Estado resulta inevitable y plenamente justificado ocurre cuando el Estado atenta contra la vida de las personas.

En todos los casos en que los ciudadanos tienen justificaciones suficientes para retirar al gobierno o al Estado el apoyo político necesario, les sería permitido remover el gobierno y cambiar, parcial o totalmente, de sistema político por medio de acciones violentas. Pero, aunque se trata de acciones llevadas a cabo por principios políticos fundamentales, es decir, morales, (la supervivencias de las personas y el resguardo de sus derechos fundamentales) no se trata de casos de desobediencia civil. Aquí las acciones llevadas a cabo son de carácter violento, en cambio en el caso de la desobediencia civil no es permisible el uso de la violencia. En la sedición o insurrección moralmente motivada y justificada, los subversivos consideran que el Estado ha perdido plenamente el derecho a su apoyo político, de modo que si la insurrección fracasa los implicados en ésta no se someten por sí mismos a la justicia de aquel Estado que consideran ilegitimo, sino que se les obliga a ello por medio de la fuerza pública que el Estado controla. La desobediencia civil, en cambio, supone que los ciudadanos que desacatan la ley por una cuestión de conciencia están dispuestos a cumplir con las penas que el Estado tiene previstas para ellos.


Pareciera ser que, por lo menos en el caso de cargas tributarias, Hobbes no introduce un criterio que permite discriminar entre cargas razonables y excesivas, con la consecuente imposibilidad de reacción, de parte de los ciudadanos, de cargas impositivas abusivas por parte del Estado. Sin embargo, en el pensamiento de Hobbes los ciudadanos no tienen las manos completamente atadas. Ellos pueden apelar a una instancia mayor en el caso de que los magistrados actúen de manera opresiva, tal como lo testimonia el texto de los Elementos del derecho natural y político: “Otra cosa necesaria para el mantenimiento de la paz es la correcta administración de la justicia, que descansa principalmente en el desempeño honesto de sus deberes por parte de aquellos que han sido nombrados magistrados por y bajo la autoridad del poder soberano; los cuales al ser personas privadas respecto al soberano pueden tener fines privados, de modo que pueden ser corrompidos mediante regalos o por intercesión de amigos; en consecuencia deben ser controlados por el poder superior para evitar que el pueblo, agraviado por su injusticia, tome la justicia por su mano perturbando la paz de la comunidad. [...] [E]s necesario asimismo una vía libre y abierta para denunciar los agravios ante aquel o aquello que tienen la autoridad soberana” HOBBES, Thomas; Elementos del derecho natural y político, Madrid: Alianza Editorial, 2005. P. 302.

Con esto podemos observar cómo en Hobbes los ciudadanos tiene el derecho de retirar su apoyo político a un Estado que no esté en condiciones de defender sus derecho, pero el derecho a sedición por parte de los ciudadanos no está presente, a menos que se interprete la autorización expresada en el pasaje del Leviatán que hemos citado, como un caso de “autorización a la sedición”. Este asunto conduce a una investigación más ardua en el pensamiento político de Hobbes que desborda la dirección del presente artículo.
[...]
2.- Desobediencia civil, uso público de la razón y ley permisiva.

Los vínculos entre la desobediencia civil, el control difuso y el control concentrado de la constitución nos ofrece un análisis que acentúa los aspectos jurídicos. Si bien allí no desaparecen los aspectos políticos, dichas dimensiones se muestran ampliamente en la conexión entre la desobediencia civil, y lo que Kant denominó uso público de la razón[1] y ley permisiva[2] . Si queremos una interpretación política de la desobediencia civil, es por aquí por donde tenemos que enrumbarnos.

2.1.-Desobediencia civil y uso público de la razón.

Con el fin de entender qué entiende Kant por política es necesario que abortemos una de las principales distinciones que aparecen en el texto sobre la Ilustración. Allí distingue la dimensión pública de la dimensión privada de la vida de las personas. Pero dicha distinción no es exactamente la que nuestro sentido común establece entre “lo público” y “lo privado”. En nuestro sentido habitual del término “privado” es también el uso de la conciencia individual, de modo que cuando ejercemos una reflexión en conciencia solemos decir que nos encontramos es nuestro “fuero privado”. En cambio Kant ofrece otro significado al término “privado” que se identifica no con el “fuero interno de la conciencia individual” sino con las relaciones desarrolladas al interior de las instituciones sociales, como son las universidades, las Iglesias, las Fuerzas Armadas, entre otras instituciones. Al interior de éstas se demarca una esfera que podríamos denominar “doméstica”. Las personas son representadas allí como miembros de las instituciones respectivas. Lo público, en contraposición, es entendido como un espacio compartido por todas personas, con independencia a la institución a la que pertenezcan en el que ellas son representadas como ciudadanos. En contraposición a lo privado, las cuestiones públicas son de interés general, no sólo de interés doméstico.
Por uso público de la razón Kant entiende la reflexión de orden política respecto de las normas jurídicas que las personas hacen en tanto ciudadanos. Dicho concepto se contrapone al uso privado de la razón, uso de la razón que representa aquél que las personas desarrollan en el fuero doméstico (la Iglesia, el ejército y demás instituciones). Puesto que lo que caracteriza a la Ilustración es la expansión de la libertad, a Kant le va a interesar resaltar qué permite dicha expansión. Aquello que da un dinamismo importante a la presencia de la autonomía y la libertad en las sociedades consiste en la concurrencia de la libertad tanto respecto del uso público como del uso privado de la razón, pero en dosis diferentes: mientras que el uso público ha de ser completamente libre, el privado ha de ser restringido. La necesidad de que el uso privado de la razón sea restringido descansa en el hecho de que de ese modo es posible el funcionamiento de las instituciones. En cambio, el uso público ha de ser completamente libre, sin restricción alguna, porque ello permite el mejoramiento de las leyes del Estado.

El uso público de la razón representa el ejercicio del pensamiento crítico de los ciudadanos respecto a las leyes. Se trata de un ejercicio político por excelencia, puesto que la política, desde la perspectiva kantiana, consiste en la actividad de los ciudadanos en vistas de acercar el derecho vigente a la idea normativa del derecho. Tal uso de la razón supone un espacio público que los ciudadanos comparten y en el que pueden expresar- por medio de la publicación de artículos, visualizaba Kant- sus diferencias con la ley y sus sugerencias de reforma. Pero además supone la disposición del soberano (los legisladores) para acoger las críticas y realizar las reformas necesarias al sistema jurídico. Ciertamente, a lo largo de la historia de las sociedades en vía de modernización los reclamos de los ciudadanos frente a leyes injustas han encontrado canales públicos de expresión que exceden el marco de los medios impresos de comunicación a través de artículos. Hoy nos suelen llegar sus denuncias a través de imágenes de demandas judiciales, manifestaciones públicas, huelgas, desacato de las leyes por razones de conciencia o acciones de desobediencia civil, entre otras.

El uso público de la razón para Kant tiene un carácter legislativo en el sentido en el que expresa la actividad de la Voluntad Popular, que es la instancia legislativa en última instancia. En el texto de la Metafísica de las costumbres[3] y en Teoría y práctica[4] se aclara de qué manera el juego entre mayoría y minoría en los parlamentos expresa sólo en parte de la dinámica legislativa de la ciudadanía en tanto Voluntad Popular. En ese sentido las figuras políticas anotadas arriba manifiestan el uso público de la razón, y reproducen un proceso de reflexión política que se realiza por medios pacíficos y legales. En todas esas acciones se expresan de manera implícita argumentos políticos y jurídicos dirigidos a lograr cambios políticos y transformaciones en las leyes. Así como las palabras llevan a cabo acciones, estas acciones políticas realizan discursos dentro del debate político. Ello es posible porque todas estas manifestaciones prácticas se encuentran en la órbita de la fidelidad a la constitución y a los principios de la justicia. El concepto kantiano del uso público de la razón representa un espacio de la actividad política conducente a la reforma de las leyes del derecho donde coexisten los artículos de opinión, los foros públicos de discusión pública, las demandas judiciales, los paros, las marchas y huelgas, entre otras tantas actividades políticas fieles a la constitución. La desobediencia civil ocupa un lugar especial entre esas actividades políticas: demarca el límite entre la acción
La desobediencia civil sea el límite de lo político. La acciones más radical inmediata ya abre las puestas a la sedición y representan el no compromiso con las intuiciones de justicia dentro de una sociedad republicana o democrática constitucional. Todas las acciones que van más allá de ella abandonan el campo de lo político por ser expresiones de violencia. La diferencia entre el guerrillero y el desobediente civil es que mientras el primero se enfrenta al Estado y a la ley a través de las armas, destruyendo, hiriendo y matando, el desobediente civil resiste a la ley por medio de la autoridad que emana de su propio cuerpo desarmado.
El punto, dentro del espectro de las acciones políticas, que la desobediencia civil demarca, señala la distinción entre la legalidad y la criminalidad. Esto se logra en dos sentidos. Primero, respecto de las acciones de los ciudadanos particulares, pues las acciones que se apartan de ese punto por su radicalidad se insertan en la militancia sediciosa que no reconoce la constitución y el sistema de justicia, en contraparte, los reconoce como criminales, no como disidentes políticos. Y en un segundo sentido, sucede también que la desobediencia civil establece el punto en el que un Estado pasa a la criminalidad. Si el Estado no escucha las demandas que provienen desde la desobediencia civil es porque ha decidido abandonar el ámbito de lo político. Con su determinación, la mayoría política ha decidido exponerse a acciones más radicales de parte de las minorías, abriendo las puertas a las acciones violentas que caracterizan a los conflictos internos que por lo general son conflictos armados. Dichos Estados son claramente criminales porque a través de su negativa a revisar la legislación vigente muestran su falta de fidelidad a la constitución y a los principios de justicia.

[1] HOBBES, Thomas, Leviatán o la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil, México: FCE, 2001. P. 180. [2] Así, en el De Cive se analiza el caso de la sedición basada en el reclamo frente a excesivas cargas tributarias, pero a pesar del peso que eso significa, los ciudadanos habrían de considerar que ese es el costo que han de pagar para el mantenimiento del Estado que garantice la paz. Así, “[E]n todo gobierno, la mano que empuña la espada es el rey o la asamblea suprema, los cuales deben ser mantenidos por los súbditos con la misma dedicación e industria con la que cada hombre se afana en procurarse a sí mismo su fortuna personal, y que los impuestos y tributos no son sino las mercedes que reciben quienes nos protegen con las armas en alto para que los trabajos y esfuerzos de los individuos particulares no sean perturbados por intromisión de los enemigos”.HOBBES, Thomas, De Cive, Elementos filosóficos sobre el ciudadano, Madrid: Alianza Editorial, 2000. Pp. 204-05.

[1] Cfr. KANT, Inmanuel; Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la ilustración? en: KANT, Inmanuel; En defensa de la ilustración, Barcelona: Alba Editorial, 1999.
[2] Cfr. KANT, Inmanuel; Para la paz perpetua. Un esbozo filosófico, en: KANT, Inmanuel, En defensa de la ilustración, Barcelona: Alba Editorial, 1999.
[3] Cfr. KANT, Inmanuel; Metafísica de las costumbres, Madrid: Tecnos, 1989.
[4] Cfr. KANT, Inmanuel; Sobre el tópico: Esto puede ser correcto en teoría pero no vale para la práctica en: KANT, Inmanuel, En defensa de la ilustración, Barcelona: Alba Editorial, 1999.

[3] LOCKE, John; Segundo tratado sobre el gobierno civil, Madrid: Alianza Editorial, 2002.
[4] Íbid, 198-99.
[5] Por ejemplo Juan de Salisbury desarrolló en el siglo XII una teoría sobre la legitimidad del tiranicidio. El tiranicidio constituye una figura política cercana a la sedición, sólo que en ella el fin de la actividad es la muerte del soberano, a causa de que es considerado como un tirano de cuyo poder no es posible liberarse de otro modo; en cambio, la sedición tiene como fin destruir el sistema político vigente, de manera parcial o total, para instaurar otro. La sedición no implica necesariamente el asesinato del tirano, y tampoco implica necesariamente que el soberano sea un tirano, sino basta con que sea considerado un déspota. Cf. SALISBUTY, Juan; Policraticus, Madrid : Editora Nacional, 1984. Además se puede ver BACIGALUPO, Luis; El probabilismo y la licitud del tiranicidio : un análisis del atentado del 20 de Julio de 1944, en: Actas del segundo simposio de estudiantes de filosofía -- Lima : Pontificia Universidad Católica del Perú. Facultad de Letras y Ciencias Humanas. Especialidad de Filosofía, 2004.

Ventajas y desventajas de la reincidencia


María José Olavarría Parra

Nociones preliminares

Previo al desarrollo del presente informe, es necesario definir el instituto de la reincidencia. Cabanellas considera que la “Reincidencia es la repetición de la misma falta, culpa o delito; insistencia en los mismos. Estrictamente hablando se dice que reincidencia es la comisión de igual o análogo delito por el reo ya condenado. Agrava la responsabilidad criminal por demostrar la peligrosidad del sujeto, la ineficacia o desprecio de la sanción y la tendencia a la habitualidad”. Es decir, la reincidencia es la realización de un delito antes cometido o de uno análogo.

Existen diferentes posturas con respecto a la reincidencia; entre ellas, las que indican que constituye una circunstancia agravante. En esta línea de pensamiento, podemos encontrar a Rossi, entre otros. Por otro lado, autores como Merkel y Mittermaier no la consideran agravante.

Ventajas

El reincidente crea, para algunos, una “alarma social”. Ello consiste en que hay un deterioro de la seguridad jurídica y un peligro para el orden jurídico que es apreciable en la población. Mediante la imposición de penas más severas, no se distinguirá este perjuicio.

Además, se podría percibir que existe una insuficiencia relativa de la pena ordinaria. Esto es, la pena ordinaria no le fue suficiente para que el sujeto deje de cometer la conducta delictiva. Al ser agravante la reincidencia, el reincidente tendrá una pena que hará que ya no vuelva a cometer el delito.

Existe, asimismo, una necesidad de defensa de la sociedad frente al sujeto reincidente, ya que, con su conducta, demuestra mayor peligrosidad que el primario por lo que tiene una mayor capacidad y mayor facilidad para delinquir. En el reincidente, existe una inclinación hacia la comisión del delito, lo cual se agrava, ya que el individuo conoce de antemano las consecuencias de la misma

Por otro lado, la doctrina señala que se debería considerar la reincidencia como circunstancia agravante, puesto que quien ha cometido un delito y lo vuelve a hacer es probable que repita esta actitud en el futuro. Es así que, para prevenir problemas futuros, se le aplica una pena más severa.

Desventajas

Existe una violación del principio Non bis in ídem, según el cual, nadie puede ser juzgado ni sancionado dos veces por un mismo hecho. Es así, que si se constituye como circunstancia agravante la reincidencia, el sujeto estaría siendo sancionado nuevamente por el delito antes cometido. La pena debe limitarse a la acción u omisión presente.

Quiebra, además, el principio de igualdad ante la ley y el fin reintegrador de la pena ya que se le estaría recordando siempre un delito del que ya obtuvo una sanción.

Por otro lado, una parte de la doctrina indica que se crea un delito autónomo, el delito de ser reincidente. Es decir, se estaría creando otro tipo penal.

En otro aspecto, la reincidencia afecta el instituto de cosa juzgada. Esto ocurre porque una sentencia ya archivada serviría para condenar un hecho presente. Esto podría resultar en una acción de inconstitucionalidad contra la norma que expresa como agravante a la reincidencia.

Además, se está violando lo expresado en el artículo 7 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. En este artículo, se indica que nadie puede ser sancionado ni juzgado por delito por el cual haya sido condenado o absuelto por sentencia firme.


Conclusiones

En un estado de Derecho, donde se velan los derechos de las personas, no debería existir el instituto de la reincidencia como agravante. Debemos considerar al Derecho penal como un Derecho penal liberal en el que existan garantías hacia las personas y no exista la cosificación del hombre; es decir, el hombre no debe ser tomado como un objeto sino como un sujeto de derechos.

Pensar que la pena antes impuesta no fue suficiente, es negar que la pena tenga un efecto resocializador como lo indica el Título Preliminar del nuestro Código Penal. Estaríamos cayendo en una contradicción y estaríamos subestimando el efecto preventivo de la pena.

Al estimarse que el sujeto que ya cometió un delito y lo vuelve a hacer pueda cometerlo nuevamente, estamos violando la presunción de inocencia que tiene toda persona natural. Se está juzgando a la persona antes de cometer el delito. Además, lo que puede ser penado hoy, puede que no lo sea en el futuro.

Por último, se estaría pasando de un “Derecho penal de acto” a un “Derecho penal de autor”, en el que se juzga a una persona por lo que es y no por lo que hizo. Este modelo se ha visto, como indica Zaffaroni, en los sistemas penales soviéticos, nazis y fascistas “«Enemigo del pueblo» stalinista, «enemigo del estado» fascista, del «enemigo de la nación» nazista”.

UTOPÍAS

LA ENERGÍA CRÍTICA DEL LIBERALISMO POLÍTICO FRENTE A LA NOSTALGIA PALEOCONSERVADORA

Gonzalo Gamio Gehri



El concepto de utopía es una de las nociones más controversiales de la teoría política. Literalmente significa “ningún ligar” o “sin lugar” y se supone que se trata de un neologismo de Tomás Moro, quien en su célebre Utopía (1516) describe una comunidad política sin conflictos, en la que sus miembros comparten las tareas productivas y se entregan al cultivo del conocimiento y de la creación artística. Algunos comentaristas han acusado la influencia de La República de Platón en la trama general de la obra. No obstante, el término “utopía” también ha sido utilizado para descalificar al adversario en las contiendas dialécticas de la filosofía práctica. Se lo usa para caricaturizar los modelos políticos que promueven instituciones y prácticas inviables en la práctica, ensoñaciones de mentes inspiradas e ilusas. Tal acusación suele provenir de las canteras del llamado “realismo político”, un pensamiento que presume estar afincado en las instituciones, prácticas y estrategias “realmente vigentes” en el mundo político ordinario.Podríamos considerar – en principio, el tema merece un tratamiento más exhaustivo – cuatro sentidos de la expresión utopía, tanto en la tradición filosófico-política como en el habla corriente:

1) Una forma de vida, personal o comunitaria, que representa el cumplimiento de los fines últimos de la condición humana, planteado como objeto del pensar y actuar del filósofo que intenta encarnar lo bueno y mejor en el mundo (Platón).

2) El ideal de una vida superior cuya concreción empírica es bosquejada como una tarea infinita de la razón, susceptible de revisión y crítica permanentes (Kant, Husserl).

3) La imagen de un ‘mundo perfecto’ que exige ser construido por la razón o por la fuerza. Una imagen moral que impone condiciones a los hombres, aún al precio de su destrucción (la crítica de Hegel a la Revolución francesa en la Fenomenología del espíritu).

4) Una concepción moral y política inviable o meramente ficticia (uso ordinario – y no examinado – de la expresión).

En nuestro medio suele recurrirse al cuarto sentido, el menos riguroso, de utopía. Ya sabemos que en nuestros círculos políticos - incluida la blogósfera - el trabajo del concepto es rara avis (1). A veces se ha sindicado al liberalismo político – con su universalismo moral y la defensa de los Derechos Humanos – como un sistema de pensamiento "utópico" en la dirección del uso prefilosófico del término. Quisiera discutir esta importante cuestión aquí. Se considera erróneamente que la objeción consistente en poner de manifiesto el escaso cumplimiento de esta agenda humanista – incluso entre quienes se autodenominan “liberales” – basta para invalidar esta agenda. Esta observación no toma en cuenta la sutil distinción existente entre consideraciones factuales y consideraciones normativas, ni toma en cuenta la energía crítica del liberalismo, su potencial emancipatorio.

Estoy convencido que el liberalismo es “utópico” en el segundo sentido - positivo -, y su trabajo en esa dirección ya va rindiendo frutos. Hace dos siglos se pensaba que la abolición de la esclavitud como institución, la erradicación de las guerras religiosas y la secularización de la esfera pública en occidente eran sueños de mentes alucinadas. Hoy por hoy – con todas sus limitaciones – son una realidad, forman parte de nuestra cultura moral, son conquistas sociales irrenunciables. Ciertamente, el liberalismo político constituye un proyecto incompleto (eso está bastante claro para quienes suscribimos un 'liberalismo de izquierda' en clave narrativa), pero cuenta con estos desarrollos de la modernidad como base. La misma hipótesis del contrato - que bosqueja un escenario en el que el consentimiento reflexivo de los individuos es lo que estrictamente le confiere legitimidad al orden público y al poder constituido - constituye una imagen moral y política profundamente antiautoritaria y antijerárquica. La mayoría de nosotros no estaría dispuesto a renunciar a los valores de la libertad individual, del pluralismo o de la justicia procedimental en nombre de una vuelta al Estado confesional, por ejemplo. El sistema de libertades y derechos forma parte de nuestro ethos.

Con frecuencia, esta perspectiva ha recibido críticas de parte del paleoconservadurismo. Los paleoconservadores consideran que con la pérdida del ‘mundo encantado’ las relaciones humanas y las instituciones han perdido su sentido trascendente, su conexión con lo divino y lo eterno: describen la modernidad como un "penoso paréntesis" en la historia del espíritu humano. Incluso la democracia y la ciencia le parecen producto de ese presunto "extravío"; en contraste, anhelan un "gobierno fuerte" y suelen rendirle cualto a una concepción de la tradición y la religión particularmente reacia a la crítica. A veces, el paleoconservadurismo ha asumido la tarea de “retomar el camino de las esencias”. En otros casos, ha pretendido emprender una extravagante y frívola defensa de la restauración del Antiguo Régimen. En nuestro medio, Eduardo Hernando ha seguido la primera senda (el "esencialismo"), correspondiente a los planteamientos de Strauss y Schmitt. Aunque estoy en total desacuerdo respecto de sus puntos de vista teóricos y de las consecuencias políticas de sus ideas metafísicas - dudo seriamente de su plausibilidad conceptual y de la consistencia formal de la construcción argumental de su postura -, respeto su disposición al diálogo y su honestidad intelectual. Hemos debatido varias veces en un clima de tolerancia y respeto. Hernando no se vale - como otros antiliberales - del engañoso recurso a la diversidad con el objetivo de disolverla para siempre en un orden tradicional represivo. No cubre su antihumanismo con un delgado velo de la postmodernidad que camufle al pensamiento reaccionario; ahora abundan los "postmodernos" que realmente buscan imponer un "gran relato" premoderno contrario a los Derechos Humanos y a las libertades más elementales, un metarrelato que avala discaduras nefastas y crímenes de lesa humanidad. En contraste, este autor reaccionario declara abiertamente su retorno a la metafísica y a las antíguas jerarquías. Su posición conduce a un modelo totalitario y excluyente de sociedad (en el registro de la "utopía número tres") que encuentro teóricamente incoherente y erróneo, además de éticamente inaceptable; sin embargo, hay que reconocer que pone todas las cartas (teóricas) sobre la mesa.

Considero importante discutir con el paleoconservadurismo (particularmente en su línea straussiana) y refutarlo. En el Perú, en donde la tentación autoritaria sigue siendo una amenaza, defender la democracia liberal y el pluralismo implica la crítica radical de la perspectiva de estos predicadores del tutelaje y la monocultura. No importa cuán falsas y arcaicas nos parece que sean - y lo son -; la crítica intelectual y política del paleoconservadurismo constituye un deber moral para los demócratas peruanos. Por desgracia, la mayoría de los paleoconservadores no suelen estar dispuestos a la discusión racional; se refugian en la segunda senda -distinta de la anterior -, la del restaurador monárquico (una especie de "lefebvrismo político"). Esta perspectiva carece de la seriedad del "esencialista" straussiano, aunque derroche vivacidad retórica y un colorido patetismo. Algunos jóvenes paleoconservadores "restauradores" acusan a la argumentación liberal de no ser "realmente filosófica" (a pesar de tener poca claridad acerca de qué va la filosofía). Suelen acusar al liberal de “utopismo” y denunciar el trabajo de la argumentación democrática como un “malabarismo verbal”, cuando de lo que se trata en su opinión es de inclinarse simplemente ante la verdad. Lo gracioso del caso es que los utopistas son ellos. Acusan a la cultura de los Derechos Humanos como un mero "discurso utópico”, pero uno se pregunta si ellos realmente consideran “realista” la "espiritualidad política" que defienden, la del bizarro retorno de la monarquía, los mohines y disfuerzos de la sensibilidad rococó. Pintoresca posición la suya. Se ven en serios aprietos cuando quieren combinar la solemnidad de Trento - pues recusan in pectore el Concilio Vaticano II - con el pathos festivo de Versalles. Pero claro, cuando optan por la “realidad”, terminan defendiendo dictaduras feroces (Franco, Pinochet, Fujimori). Si el esencialismo merece la pena como objeto de crítica y debate, la versión restauradora sólo produce curiosidad por su extravagancia e insustancialidad conceptual. En un país tan profundamente desigual e injusto como el nuestro, el henchido elogio de la rancia aristocracia constituye una broma de mal gusto.

El liberalismo se nutre de "energía utópica" en el segundo sentido - el crítico / normativo - y busca proteger a los agentes y las instituciones de la siniestra patología moral implícita en el tercer sentido de utopía ya citado (el del fundamentalismo político, ya sea revolucionario o integrista). Incluso nos previene de la ilusión consistente en imponer una única visión del Bien secular o religiosa (una versión modificada del primer sentido) que reprima los poderes de la razón práctica. Se trata de preservar, a partir del trabajo de la deliberación y del arreglo político, la dignidad y las libertades de los individuos en el marco de una sociedad pluralista.
(1) Algunos poco esclarecidos individuos agregan a la acusación de "utopismo" el uso de adjetivos ofensivos, sumando a la más completa ignorancia el insulto.

Neoliberalismo educativo a la peruana


Cuando la educación es (solo) un negocio rentable


Arturo Caballero

El neoliberalismo educativo ha provocado la desaparición progresiva de las humanidades en los planes curriculares de los niveles secundario y superior por razones estratégicas. Las humanidades tienden ha socializar al individuo y permiten que estos establezcan lazos solidarios con sus semejantes a través de la transmisión de vivencias interpersonales que no poseen los llamados cursos de “ciencias”. Por ello, las humanidades ofrecen una ventaja cualitativa frente a los de ciencias formales. En relación a esto, Mario Vargas Llosa señala que:

“La especialización trae, sin duda, grandes beneficios, pues permite profundizar en la explotación y la experimentación, y es el motor del progreso. Pero tiene también una consecuencia negativa: va eliminando esos denominadores comunes de la cultura gracias a los cuales los hombres y las mujeres pueden coexistir, comunicarse y sentirse de alguna manera solidarios. La especialización conduce a la incomunicación social, al cuarteamiento del conjunto de seres humanos en asentamientos o guetos culturales de técnicos y especialistas (…) Ciencia y técnica ya no pueden cumplir aquella función cultural integradora en nuestro tiempo, precisamente por la infinita riqueza de conocimientos y la rapidez de su evolución (…)” (2001: 44-45)[1].

Más allá de la simple adquisición de datos y de la evaluación periódica, los maestros deberían preocuparse, parafraseando a Jorge Luis Borges, en que sus alumnos se “enamoren” de su curso. Un poema, una novela o un cuento pueden sensibilizar a una persona al grado de abstraerla de una realidad adversa o inmunizarla contra la indiferencia y el conformismo. Así mismo, un la revisión crítica de nuestra historia contribuirá a disipar los malentendidos que tras generaciones se han ido retransmitiendo: un pasado glorioso, pero un presente vergonzante; o el bálsamo consolador del “mendigo sentado en una banca de oro”.

Pero ¿qué actitud asume el neoliberalismo en este panorama? Alienta el individualismo extremo que prescinde del otro, puesto que en la medida que exalta la libertad negativa (la no interferencia del otro en mi autonomía) anula la participación ciudadana, subestima la importancia de los movimientos sociales y la deliberación de la sociedad civil en la política nacional, y en consecuencia, dificulta la solidaridad. El neoliberalismo considera al individuo-propietario como el motor exclusivo del desarrollo social. Restringe la definición de ciudadanía al rechazar las demandas organizadas de la población y el reclamo colectivo de derechos ciudadanos por considerarlos una amenaza a los ciudadanos individuales, en particular si son propietarios (Lynch 2005:88)[2]. No es un azar que en las universidades empresa no exista representación estudiantil ante la asamblea universitaria ni tercio estudiantil ni centros federados. Por esto, no basta solo con una concepción “negativa” de la libertad “sino también ‘positiva’ (como posibilidad para el desarrollo personal, el ejercicio de deberes con la comunidad y el logro de condiciones para que la libertad sea factible)”.

¿Qué otro motivo tiene el neoliberalismo –además de atomizar la sociedad y así impedir la participación colectiva– para desaparecer a las humanidades? Una simple razón: las humanidades son un campo fértil para el cuestionamiento, la crítica y la subversión de lo establecido. En contraste, el neoliberalismo privilegia lo utilitario, lo práctico y los resultados inmediatos (utilidades y productividad a corto, mediano y largo plazo; la lógica del costo-beneficio); a la vez que considera imprácticos, por no decir improductivas, a las humanidades, porque, supuestamente, no poseen una aplicación explícita. Nociones como esta, ignoran el hecho que las civilizaciones más encumbradas de la historia universal alcanzaron un notable equilibrio en ciencias, artes y humanidades y no solo en una rama del saber). Esta forma de pragmatismo suele guiar la elección de una carrera profesional prestigiosa, en oposición a las no tan aclamadas humanidades. Estudiar una carrera que “dé buena plata” es el imperativo que guía a la gran mayoría de estudiantes en la actualidad. Así que si el secretariado trilingüe español-inglés-chino mandarín se pone de moda, alguna universidad implementarán una facultad ad hoc que transforme esa necesidad en la carrera del futuro.

La estrategia ideológica aquí cosiste en inhibir el espíritu crítico: un sujeto práctico no cuestiona lo establecido porque no busca explicaciones, sino que solo ejecuta instrucciones. La única cuestión que formulará, será el no encontrarle fines a los medios, lo que se evidencia en preguntas del tipo ¿para qué sirve la ética?, ¿para qué le sirve la antropología a un abogado? o ¿porque un economista debe llevar dos años de estudios generales?

Por otro lado, la disminución en la exigencia académica a los postulantes –de parte de las universidades empresariales– posee una finalidad práctica: aprovechar la demanda que no es absorbida por las universidades tradicionales. ¿Por qué un joven –en un país donde el ingreso a la universidad es casi un ritual social a la altura de la confirmación o el matrimonio– se expondría a un exhaustivo examen de admisión en la PUCP, San Marcos o la Antonio Ruiz de Montoya corriendo el riesgo de no aprobarlo si con solo llenar un formulario y una carta de recomendación de su miss o profe del colegio bastaría para ingresar? Ubicarse dentro del tercio superior en la secundaria no representa una valla imposible de superar si tenemos en cuenta que los Programas No Escolarizados (PRONOE) y muchos colegios privados preuniversitarios tienen como consigna aprobar, a como dé lugar, a sus alumnos. Por lo tanto, debemos sospechar de la validez de estos tercios superiores.

A nivel de universidades –y en general en todos los niveles educativos– la actuación de neoliberalismo educativo ha sido visible sobre todo desde la década del 90; que no fue solamente la de la corrupción, la dictadura con fachada democrática, el atropello a los derechos humanos o la hipoteca de la conciencia periodística; sino también, de la consolidación del neoliberalismo en distintos ámbitos de nuestra sociedad. Fujimori institucionalizó la frase «a la universidad se va a estudiar y no a hacer política» desde que las universidades fueron intervenidas por las fuerzas armadas. Gran parte de la ciudadanía recibió con complaciente beneplácito (al igual que con el autogolpe del 5 de abril de 1992) el hecho de que en las universidades nacionales los estudiantes no perdieran el tiempo en discusiones políticas y se apresurasen a aprobar sus cursos, graduarse y conseguir un empleo; todas ellas aspiraciones legítimas y muy nobles, pero que en el contexto en el que se desarrollaron sirvieron para apuntalar el utilitarismo y el pragmatismo en la educación.

En este sentido, el Decreto Legislativo Nº 882, “Ley de Promoción de la Inversión en la Educación” fue el acta de nacimiento del neoliberalismo educativo a la peruana “una norma paralela a la Ley Universitaria, una iniciativa impulsada bajo el fujimorato por influyentes empresarios ávidos por invertir en la educación superior”. (Gamio 2007)[3]. La referida norma señala en su artículo 2º que «Toda persona natural o jurídica tiene el derecho a la libre iniciativa privada, para realizar actividades en la educación. Este derecho comprende los de fundar, promover, conducir y gestionar Instituciones Educativas Particulares, con o sin finalidad lucrativa».

Aparentemente, esta norma pretendía atenuar las deficiencias de la educación estatal; sin embargo, los resultados dicen lo contrario: si bien los beneficios económicos para los promotores educativos han sido óptimos (profesores con sueldos por debajo del mínimo o impagos durante mucho tiempo, sin título profesional, con profesiones inconclusas, sin beneficios sociales y sin la seguridad de que al siguiente mes continuarán laborando: todo ello representa un enorme ahorro en los costos y mayores márgenes de utilidades) también es cierto que grandes corporaciones educativas suelen comprar resoluciones directorales de colegios particulares al borde de la quiebra, prescindiendo luego de todo el personal que antes laboraba y, eventualmente, del alumnado que no pudiera pagar las nuevas pensiones.

El ajuste estructural de sesgo neoliberal aplicado en el Perú en la década del 90 no produjo el despegue de la educación nacional y, por lo tanto no resolvió sino que agudizó su crisis. La liberalización del mercado educativo benefició a los inversionistas y en menor proporción al docente e introdujo en los últimos meses una política educativa de satanización de la carrera magisterial en la que se endilga al maestro toda la responsabilidad de la crisis de nuestro sistema educativo como si el Estado que lo instruyó en universidades estatales y le dio trabajo, ni fuera parte integral del problema.

¿Cómo salir del laberinto?

El diagnóstico y la crítica son un buen comienzo, pero insuficientes si es que no se refuerzan con la acción para el cambio y este, a mi modo de ver, no vendrá jamás de las estructuras que detentan el poder porque el poder no dialoga, el poder es monológico. El cambio deberá venir de la sociedad civil organizada y deliberante en los asuntos que atañen y ello porque no hay evidencia histórica que demuestre que una ideología hegemónica haya renunciado voluntariamente al poder y a sus privilegios una vez que se inician las transformaciones sociales (Borón 2007:38) [4]. Pensar que los que detentan el poder en un acto de hidalguía cederán la posta con beneplácito a fuerzas progresistas es, políticamente hablando, un disparate. Aquellos conocen muy bien que saber es poder; por eso han capturado la educación.


[1] VARGAS LLOSA, Mario; 2001: La literatura y la vida. Conferencia magistral. Lima: UPC.
2 LYNCH, Nicolás; 2005: ¿Qué es ser de izquierda? Lima: Sonimágenes.
3 GAMIO, Gonzalo; 2007: "Buscando razones (y emociones) para no discriminar. El cultivo de las humanidades y la defensa de los derechos humanos".
4 BORÓN, Atilio; 2007: Reflexiones sobre el poder, el estado y la revolución. Córdoba: Espartaco.





Justificaciones liberales de los Derechos Humanos

Este sábado 7 de Junio a las 5pm. tendrá lugar el segundo debate organizado por el Círculo de Estudios Políticos y Sociales (CIREPS) cuyo tema girará en torno a las "Justificaciones liberales de los Derechos Humanos".

Los expositores serán Alessandro Caviglia y Eduardo Hernando Nieto. El debate se realizará en las instalaciones del Colegio Santa María de la Gracia ubicado en la Avenida Brasil 963.

Agradecemos la difusión de esta noticia.


Aproximación al pensamiento liberal de Mario Vargas Llosa

Debate en el CEPS

Arturo Caballero Medina
acaballerom@pucp.edu.pe

Gracias a la invitación de Gonzalo Gamio profesor de filosofía de la PUCP, es que, desde finales del año pasado, asisto mensualmente a las reuniones del Círculo de Estudios Políticos y Sociales (CEPS) que agrupa a profesionales y estudiantes de ciencias sociales y humanidades. En un principio, las reuniones tenían lugar en la casa de algunos de los miembros; pero, a medida que se iba incrementando el número de participantes, se vio por conveniente realizarlas en la sede de Transparencia. La sesión del sábado 10 de mayo estuvo dedicada al pensamiento liberal del escritor peruano Mario Vargas Llosa en la cual tuve la oportunidad de compartir la mesa de debates con Héctor Ñaupari, ex dirigente del movimiento Libertad y notable activista del liberalismo en el Perú. (Grande fue mi sorpresa, ya que lo conocí dos años antes como poeta en La Noche de Lima y luego en una charla informal en la que debatimos acerca del feminismo). La discusión fue clara y alturada, salpicada por momentos, con la vehemencia propia de aquellos que defienden sus ideas con la convicción estar en lo cierto. Héctor inició la primera ronda del conversatorio delimitando la noción de liberalismo, en relación a sus diversas tendencias y en contraste con el marxismo. Luego, continuó con la caracterización del pensamiento liberal de Vargas Llosa al cual calificó como “insular”, debido a sus peculiaridades, las cuales condujeron al notable escritor a sostener discrepancias no solo con adversarios conservadores de derecha, sino con aquellos liberales que, supuestamente, compartirían su postura. Mi intervención giró en torno a los nexos entre la teoría de la novela de Vargas Llosa y su ideología política liberal. Sostuve que en el liberalismo político del autor de La ciudad y los perros tiene sus raíces en la concepción individualista del creador literario, por lo cual se deduce que el giro ideológico socialismo-liberalismo no representó una reformulación estructural de la ideología política vargallosiana, sino una reorientación de las mismas inquietudes pero hacia otro frente.


Las discrepancias afloraron, como era de esperarse, durante la ronda de comentarios y réplicas: ¿Es Vargas Llosa un liberal o un neoliberal? ¿Su noción de libertad es eurocentrista? ¿Su prestigio como novelista lo avala como analista político? ¿Fue acertado su apoyo a la guerra en Irak? ¿Qué significa que en cada vez que se halla en Israel se sienta de izquierda? ¿Por qué el movimiento Libertad se unió a Acción Popular y al PPC y cómo pudo albergar en sus filas a individuos tan reaccionarios y conservadores como Rafael Rey, Manuel D’Ornellas, Patricio Ricketts y Eduardo Calmell del Solar? El análisis de estas y otras cuestiones relativas a la posición política de Vargas Llosa sirvió como punto de entrada para discutir otros temas como el de Cuba, la situación de la izquierda en el Perú, los errores en la campaña presidencial del 90, pluralismo, relativismo cultural y tolerancia, universalidad de los derechos humanos, etc.Héctor sindicó a la izquierda como la gran responsable de la debacle política y social en el Perú durante la década de los 80 además de cómplice del aprismo y el fujimorismo en la derrota de Vargas Llosa: en el periodo 85-90 la izquierda y el aprismo votaron juntos en el congreso a favor de la estatización de la banca y en el 90 fue la primera vez que la izquierda y el APRA votaron juntos por el mismo candidato para cerrar las filas al “enemigo común”. Lo que no previeron fue la traición de Fujimori: “fujishock” y autogolpe.En este punto, el consenso es inevitable. La izquierda —si bien hoy no está unida, ya sea por ausencia de líderes o por su desprestigio como opción política— no deslindó posiciones con Sendero Luminoso ni con el MRTA. Pero hablar de la izquierda como un movimiento compacto y sin matices conduce al equívoco. Cierto es que los políticos de izquierda no censuraron todos de la misma manera el accionar de los movimientos terroristas. Sin embargo, como lo mencioné en el debate, en el Perú y en Latinoamérica existen dos izquierdas: la democrática y la autoritaria; la que respeta el estado de derecho y el libre mercado, y la que pretende llegar al poder por el fusil. Por otro lado, recordemos que fue la izquierda —aunque no solo ella— la que colaboró en el diseño de la Constitución del 79, de carácter humanista y social. En síntesis, la gran deuda de la izquierda peruana es recuperar su imagen progresista ante la población, tan venida a menos puesto que se le identifica solo con el violentismo. Por ello, considero que Ñaupari se equivocó al señalar a la izquierda como un todo cuando, en realidad, aglutina a tendencias en conflicto y porque olvidó a la izquierda democrática que, de alguna manera, saldó parte de su deuda con la nación a través del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación.




La tolerancia y el relativismo cultural también generaron polémica en relación al artículo en el que Vargas Llosa abordó la prohibición del velo islámico a las mujeres musulmanas en Francia. Ñaupari, en la línea de Vargas Llosa y, supongo, de la mayoría de liberales, sostuvo que ciertas prácticas culturales deben ser erradicadas si atentan contra la cultura de la libertad democrática. A propósito de esto, Vargas Llosa considera que la cultura de la libertad es una creación de Occidente y un aporte del mismo a la humanidad. En consecuencia, extenderla hacia otras sociedades siempre será beneficioso para ellas, ya que las conducirá hacia el progreso tal como sucedió en Europa y los Estados Unidos. Pero ¿debe imponerse la democracia liberal a otras sociedades solo en virtud de las ventajas que representó para las sociedades donde se originó? ¿si es racional no importa por la fuerza? Equiparar el uso del velo islámico con la castración femenina puede ser muy útil en términos pragmáticos, pero sería como confundir a un fiel devoto de la beata Melchorita con un fanático religioso quákero: en ambos casos subyace una actitud de rechazo hacia creencias distintas a la propia, pero en grados diferentes. Considero que si el liberalismo desea consolidarse no solo como una forma de gobierno o regulación económica, sino como “actitud vital” del ser humano, debe recurrir a la ética intercultural. De esta manera, podrá dialogar con el sentido común de la gente, con lo que esta piensa, siente y actúa. Para ello, será menester que el liberalismo tome en cuenta las particularidades culturales de las sociedades donde pretende afianzarse (véase el artículo “Liberalismo y ética intercultural: ¿libertad por la razón o por la fuerza?”) debido a que discurso e ideología son modelados por la cultura y el lenguaje; en otras palabras, el liberalismo debe abandonar la actitud soberbia y perdonavidas que caracteriza a buena parte de sus representantes quienes lo impregnan con un manto de suficiencia y superioridad cultural, los cuales dificultan la recepción de sus contenidos y, contrariamente, provocan mayor rechazo. Por lo tanto, Vargas Llosa sobredimensiona las posibilidades de la cultura de la libertad al estilo occidental si se obvia el hecho de que Occidente, más que una región geográfica, es un estilo de vida y la representación de una cultura a la cual le costó “sangre, sudor y lágrimas” forjar un sistema político-económico. ¿Deben correr el resto de culturas la misma suerte que Europa atravesó durante siglos solo para alinearse con ella? No. Cada cultura debe forjar su liberalismo “sin calco ni copia”.


La cuestión de la libertad no estuvo ausente. En contraste con la postura de Ñaupari, manifesté que la libertad negativa (Isaiah Berlin desarrolló este concepto en su célebre ensayo Dos conceptos sobre la libertad) —aquella que consiste en la no interferencia del otro en el ámbito de la autonomía personal, es decir, de no coacción— es incompleta mientras no tienda puentes para establecer lazos solidarios con el otro, o sea, que si el otro es solo visto como una potencial amenaza frente a mi autonomía, este ensalzamiento de la libertad negativa de parte de cierto sector del liberalismo más radical se convertirá en un obstáculo para la formación de una sociedad solidaria, ya que fomentaría el individualismo y la atomización de las relaciones sociales. Por ello, no se debe confundir autonomía con individualismo: la autonomía liberal basada en el principio de la libertad negativa no debe recaer en un simple individualismo egocéntrico sino complementarse con la solidaridad, la cooperación y la justicia social.


Al término del debate, muchas ideas quedaron en el tintero y, por cuestiones de tiempo, algunas preguntas del auditorio no fueron absueltas. Sin embargo, Héctor se comprometió a participar en cualquier otro debate sobre el liberalismo que tuviera lugar en el CEPS. Finalmente, coincidimos en que, a pesar de los exabruptos ocasionales de nuestro laureado escritor, debemos reconocer —como dijera alguna vez— que “la política no se debe separar de la moral” y ello, Vargas Llosa lo ha demostrado a lo largo de su trayectoria como “novelista, ensayista, ciudadano y político”.