El sábado 13 de diciembre Santiago Pedraglio se presentará en CIREPS y realizará una presentación cuyo tema es "Prensa y Poder en el Perú". La reunión empezará a las 17.00 horas en el local de Transparencia (Av. Belén 389 San Isidro).
Agradecemos la difusión de este evento.
(fragmento)
Alessandro Caviglia Marconi
Isaiah Berlin y las dos dimensiones de la libertad
En un libro brillante titulado Cuatro ensayos sobre la libertad, el filósofo ingles contemporáneo Isaiah Berlin[1] retoma la diferenciación entre las libertades realizada por Constant y en el ensayo central del libro, titulado Dos conceptos de libertad desarrolla la distinción entre la llamada “libertad positiva” y la denominada “libertad negativa. Berlin opone ambas interpretaciones de la libertad y asocia la libertad positiva al mundo antiguo mientras que la interpretación positiva de la libertad es asociada al mundo moderno. La libertad positiva, dentro de la interpretación de Berlin, representa la autonomía, la libre determinación de los individuos y el deseo por parte del individuo de ser su propio dueño. De esta manera, el análisis de los niveles de libertad positiva pasaría por la respuesta a pregunta ¿qué o quién es la causa de control o interferencia que puede determinar que alguien haga o sea una cosa u otra?
Pero con todo, Berlin veía en la interpretación positiva de la libertad el espectro de totalitarismos como el nazismo, el fascismo y el comunismo, y por esa razón sugirió que deberíamos de descartar ese sentido de la libertad por los peligros inherentes a él. El análisis que lo conduce a ver la cara espeluznante de esta interpretación de la libertad es que la metáfora de “ser dueño de uno mismo” podría rápidamente asociarse a la posibilidad de que uno podría ser esclavo de la naturaleza o las propias pasiones desenfrenadas. Esto llevaría rápidamente a entendernos como un compuesto de dos Yo: uno, el racional, el que nos libera gracias a la autodeterminación racional, mientras que el otro, el Yo de las pasiones desenfrenadas, nos esclaviza a la naturaleza irracional del ser humano. La naturaleza a la cual nos quiere conducir el Yo pasional es un reino de necesidades, la antítesis de la libertad. En consecuencia, si queremos ser libres, en el sentido positivo del término, debemos de someter nuestro Yo pasional, desiderativo, al Yo racional.
Alessandro Caviglia Marconi
Isaiah Berlin y las dos dimensiones de la libertad
En un libro brillante titulado Cuatro ensayos sobre la libertad, el filósofo ingles contemporáneo Isaiah Berlin[1] retoma la diferenciación entre las libertades realizada por Constant y en el ensayo central del libro, titulado Dos conceptos de libertad desarrolla la distinción entre la llamada “libertad positiva” y la denominada “libertad negativa. Berlin opone ambas interpretaciones de la libertad y asocia la libertad positiva al mundo antiguo mientras que la interpretación positiva de la libertad es asociada al mundo moderno. La libertad positiva, dentro de la interpretación de Berlin, representa la autonomía, la libre determinación de los individuos y el deseo por parte del individuo de ser su propio dueño. De esta manera, el análisis de los niveles de libertad positiva pasaría por la respuesta a pregunta ¿qué o quién es la causa de control o interferencia que puede determinar que alguien haga o sea una cosa u otra?
Pero con todo, Berlin veía en la interpretación positiva de la libertad el espectro de totalitarismos como el nazismo, el fascismo y el comunismo, y por esa razón sugirió que deberíamos de descartar ese sentido de la libertad por los peligros inherentes a él. El análisis que lo conduce a ver la cara espeluznante de esta interpretación de la libertad es que la metáfora de “ser dueño de uno mismo” podría rápidamente asociarse a la posibilidad de que uno podría ser esclavo de la naturaleza o las propias pasiones desenfrenadas. Esto llevaría rápidamente a entendernos como un compuesto de dos Yo: uno, el racional, el que nos libera gracias a la autodeterminación racional, mientras que el otro, el Yo de las pasiones desenfrenadas, nos esclaviza a la naturaleza irracional del ser humano. La naturaleza a la cual nos quiere conducir el Yo pasional es un reino de necesidades, la antítesis de la libertad. En consecuencia, si queremos ser libres, en el sentido positivo del término, debemos de someter nuestro Yo pasional, desiderativo, al Yo racional.
Esta distinción entre el yo racional y el yo pasional es el que encuentra Berlin en el enfoque kantiano de la moral y la política. Dentro de la teoría moral que Kant expresa en su Fundamentación para una metafísica de las costumbres[2], Crítica de la razón práctica[3] y en la Metafísica de las costumbres[4], textos en los el filósofo de Königsberg aboga por el poder legislador de la razón tanto para la leyes morales como en el caso de las leyes del derecho. La razón por sí misma, según Kant, cuenta con la facultad de determinar por sí misma las leyes y las obligaciones incondicionales. Esta capacidad de la razón Kant la describe como a priori, es decir, de manera independiente a la experiencia, de modo tal que la razón no necesita considerar en ningún momento la ni la naturaleza ni la experiencia humana, ni las costumbres de una sociedad para poder determinar las exigencias incondicionales. Es más, el filósofo alemán del siglo XVIII considera que de no ser así no sería posible conseguir la incondicionalidad que caracteriza a las obligaciones morales que denomina imperativos categóricos.
De otra parte, Kant opone a la razón a la naturaleza. Es en ella, en la naturaleza que habita en el ser humano, de la que brotan un conjunto de determinaciones que conforman las inclinaciones en nosotros, en tanto seres que contamos con un cuerpo sometido a las leyes generales de la naturaleza. Para Kant, la corporeidad humana se encuentra regida por leyes que la naturaleza de carácter física, biológica, psíquica, social, económica, etc. Le imponen. De manera que si en hombre se encuentra condicionado por esas leyes que en él se presentan como inclinaciones de su naturaleza, no se libre en absoluto, sino esclavo. La única manera que tiene de conquistar su libertad es levantarse sobre su naturaleza y regirse por las leyes que su razón le dicta. De esta manera, para que el hombre sea auténticamente libre la naturaleza debe someterse a los imperativos de la razón, o por lo menos permitir que sus imperativos sean los que tomen la batuta en las elecciones respecto de las acciones particulares. De esta manera, lo que encontramos en Kant es la primacía de una razón que representa la libertad positiva.
Si llevamos esta exigencia de sometimiento de las pasiones a la razón a un nivel colectivos tendríamos que, siguiendo el razonamiento de Berlin, en la colectividad algunos individuos representan el Yo racional, mientras que el resto, la gran mayoría expresaría el yo de las pasiones desenfrenadas. Tendríamos, entonces, la exigencia de control social por parte de una élite racional iluminada que sabe lo que conduce a la libertad de todo el conjunto y tiene como imperativo el arrastrar al vulgo hacia la libertad. La figura del totalitarismo ya está, en esta relación, construida. Tenemos lo representado por Mozart en La flauta mágica con el Templo de Sarastro, donde el Sumo Sacerdote del Templo de la Sabiduría, Sarastro (tergiversación evidente del nombre Soroastro), educando a los iniciados impera imponiendo orden y belleza. El coro reza, entonces, en el último acto : “Los rayos del sol dispersan la noche, aniquilan el poder de los intrigantes hipócritas ¡Salve, iniciados !, ¡Avanzáis a través de la noche ! ¡Gracias os sean dadas, Isis y Osiris ! Ha triunfado la fuerza y como recompensa impone a la belleza y a la sabiduría una corona eterna.”
Ante esta imagen totalitaria de la libertad positiva, Berlin opone la interpretación negativa de la libertad que representa el ámbito en el que un hombre puede actuar sin ser obstaculizado por otros. Este es el sentido de la libertad en el mundo moderno que se resume como estar libre de coacción, donde “coacción” implica la intervención deliberada de otros seres humanos dentro del ámbito en que yo podría actuar si no intervinieran. Aquí Berlin sigue la observación de Helvétius quién decía que “ el hombre libre es un hombre que no está encadenado, ni encerrado en la cárcel, ni tampoco aterrorizado como un esclavo por el miedo al castigo... no es falta de libertad no volar como un águila, ni no nadar como una ballena”. En esta interpretación de la libertad Berlin no solamente está siguiendo a Helvétius, sino también a toda una tradición moderna que pasa por Thomas Hobbes, John Locke, John Stuart Mill en Inglaterra, y Benjamin Constant y Alexis de Tocqueville en Francia[5].
La interpretación de las libertades desarrollada por Berlin se encuentra nutrida de la experiencia política de un trágico siglo XX, poblado de regímenes totalitarios que en nombre de la libertad del pueblo neutralizaba las libertades de las personas. Así lo entiende claramente cuando retrata la retórica del régimen totalitario en los siguientes términos:
“Puesto que yo conozco el único camino verdadero para solucionar definitivamente los problemas de la sociedad, sé en qué dirección debo guiar la caravana humana; y puesto que usted ignora lo que yo sé, no se le puede permitir que tenga libertad de elección ni aun de un ámbito mínimo, si es que se quiere lograr el objetivo. Usted afirma que cierta política determinada le haría más feliz o más libre o le dará más espacio para respirar; pero yo sé que está usted equivocado, sé lo que necesita usted, lo que necesitan todos los hombres”[6].
Dicha experiencia condujo a Berlin a ver un conflicto entre ambos tipos de libertades. Si bien por momentos la libertad positiva podría fortalecer las exigencias de las libertades negativas, sucede a menudo que las primeras podrías entorpecer el despliegue de las segundas y conducir a totalitarismos nefastos. Pero no hay que pensar que Berlin llega a esta constatación sólo gracias al estudio de las realidades políticas efectivas, sino porque percibe agudamente que los ideales de la libertad se encuentra lejos de constituir un todo armónico y coherente. Los diferentes tipos de libertad pueden hallarse en conflicto, porque la vida política misma está poblada de bienes y valores en conflicto, así como de exigencias políticas en confrontación. En todo caso, queda claro para Berlin la menor pérdida en la vida política se logra cuando se privilegian las libertades negativas.
Amartya Sen y la articulación entre la libertades positivas y las libertades negativas
El filósofo y economista indio Amartya K. Sen retoma la distinción entre las libertades positivas y negativas desarrollada por Berlin, pero la interpreta en un sentido diferente. De acuerdo con Sen, la libertad positiva refiere a lo que, teniendo en cuenta todo, una persona puede realmente cumplir. O sea que no se trata de discriminar factores causales, ni de saber si la incapacidad por parte de una persona de alcanzar un cierto objetivo se debe a las restricciones impuestas por otros individuos o por el gobierno. La libertad positiva, entonces, pasa a representar la capacidad que tiene una persona de llevar la vida que prefiera. En pocas palabras, este tipo de libertad representa el “ser libres de elegir”. La libertad negativa, por su parte, se concentra en la ausencia de una serie de limitaciones que una persona puede imponer a otra o que el Estado u otras instituciones pueden imponer a los individuos. Ésta se presentará entonces como “el hecho de estar libre de algo”.
La virtud del enfoque de Sen es que no enfatiza la contraposición ambos tipos de libertades sino que permite explorar las múltiples maneras en las que estas se relacionan. Por ejemplo, si no tuviera la posibilidad de pasear libremente por el parque porque soy minusválido esto iría en contra de mi libertad positiva, pero no existiría ningún rastro de violación de mi libertad negativa. Por otra parte, si no puedo pasear por el parque no porque sea minusválido, sino porque me asaltarían unos criminales, ahí sí hubiera una violación de mi libertad negativa y no sólo de mi libertad positiva. En esta enfoque podemos apreciar, entonces, que una violación de la libertad negativa siempre implica una violación de la positiva, mientras que lo contrario no es cierto. Por otro lado, la libertad positiva es una condición de posibilidad de la libertad negativa. Si la posibilidad de asalto impide que pueda pasear libremente por el parque, en este caso no sólo está afectada mi libertad positiva, sino también mi libertad negativa. Si se acepta esto no existe entonces una razón particular para discutir si se debe asumir una visión de la libertad de tipo positivo o de tipo negativo. De esta manera ser concluye que una concepción adecuada de la libertad debería ser tanto positiva como negativa, puesto que ambas son importantes.
Lo que permite a Sen arribar a esta conclusión es su estudio en la economía del desarrollo. A diferencia de Berlin, que tiene como referente el totalitarismo político, Sen parte de la experiencia sociales de los procesos prolongados de pobreza, las hambrunas y la violencia interétnica. De esta manera, el análisis social y del funcionamiento de las redes sociales en períodos de emergencia permite al filósofo indio tener una comprensión distinta de las libertades.
Así, cuando uno introduce esta concepción de la libertad en la teoría del desarrollo se puede interpretar el desarrollo como una ampliación de las libertades de las personas en lugar de un crecimiento en la producción de bienes o en la dotación de servicios. Si bien un indicador como el PNB per cápita puede resultar útil tanto por la simplicidad de su cálculo como por su capacidad de dar cuenta de cómo van ciertas cosas dentro de una economía local, puede ser engañoso a la hora de representar el crecimiento de las capacidades y las libertades de las personas. Si bien el PNB nos ofrece una cifra concreta no nos dice cómo el incremento de la producción afecta la vida de las personas. Construir indicadores para observar el nivel de capacidades y libertad de las personas es un trabajo más complejo pero más útil si uno quiere saber si las personas han visto afectadas sus vidas de alguna forma ya sea positivamente, mediante el crecimiento en el índice de capacidades y libertad, ya sea negativamente, por medio del decrecimiento en dichos índices[7].
Un argumento tan o más fuerte para preferir la medición de índices de libertad y capacidades a la de indicadores bienestaristas, como el PNB o la oferta de alimentos por unidad de población, es que desde los segundos no es posible explicar por qué en períodos de hambrunas en las que la producción de alimentos no ha sido sustancialmente baja el índice de muertes por inanición se elevó de manera escandalosa con relación a otros períodos en los cuales la producción de alimentos fue sustancialmente baja. A simple vista se podría pensar que los períodos conocidos como las hambrunas se deben a una caída drástica de la producción de alimentos, pero uno se puede equivocar[8]. Si estamos de acuerdo en equiparar la muerte con un índice de libertad cero (e, inclusive, de bienestar cero) podemos decir que los indicadores bienestaristas no son muy útiles. Necesitamos de herramientas diferentes para poder explicarnos por qué fenómenos como el incremento de la producción nacional no significa un incremento en las libertades concretas de los sujetos. Para poder dirigirnos en esta dirección necesitamos de instrumentos que nos ayuden a hacer concretas y posibles las libertades de los sujetos. Esos instrumentos van a estar dados por lo que Sen, siguiendo una larga tradición que se inaugura con Locke, va a denominar derechos (entitlements).
Los enfoque bienestaristas no ayudan a entender cuánto la organización social puede ampliar o disminuir el rango de libertades de los sujetos. En este sentido la teoría de Sen resulta siendo útil porque ésta entiende la libertad de los sujetos como una función de la organización social; esta es la tesis central de Libertad individual como compromiso social[9]. Las libertades, tanto positivas como negativas, son posibilitadas y concretizadas por la organización de la sociedad. Por ejemplo, la libertad para estar bien alimentado tiene que ver con las condiciones sociales que hagan posible que la persona pueda acceder a los alimentos necesarios para ello. Por otro lado, la libertad de pasear por el parque sin temor a ser asaltado tiene que ver con las condiciones de seguridad que la organización social pueda ofrecer. Es aquí donde la libertad se relaciona con la teoría de los derechos (entitlements) que Sen desarrolla, puesto que la herramienta que tiene la sociedad para hacer posible las libertades (positivas y negativas) de los sujetos es la distribución de derechos, prerrogativas o titulaciones (entitlements).
Los análisis de socioeconómicos y filosóficos desarrollados por Sen nos permiten ganar una valoración importante de la libertad positiva. Ciertamente no debemos descuidar nunca el potencial totalitario que puede tener en ciertas expresiones políticas, que Berlin ha denunciado suficientemente. Pero con todo, consideramos necesario darle su importancia la libertad como capacidad de elegir, ya sea individualmente como comunidad política.
[1] BERLIN; Isaiah; Cuatro ensayos sobre la libertad, Madrid: Alianza Editorial, 1998.
[2] KANT, Inmanuel; Fundamentación para una metafísica de las costumbres, Madrid: Alianza Editorial, 2002.
[3] KANT, Inmanuel; Crítica de la razón práctica. Madrid: Alianza Editorial, 2000.
[4] KANT, Inmanuel; Metafísica de las costumbres, Madrid: Tecnos, 1989.
[5] Aunque en el caso de Tocqueville se encuentra una valoración tanto de la libertad negativa como de la libertad positiva. De esta manera el investigador francés de la democracia estadounidense es capaz de percivir lo importante que es que los ciudadanos de la democracia participen en los intereses comunes y públicos de la política para así poder evitar lo que denomina “despotismo blando”, que es la figura política que se podría dar en un régimen democrático cuando los individuos se concentran exclusivamente en sus asuntos y negocios privados y abandonan el campo de las cuestiones públicas en manos de los políticos profesionales, y en manos de los técnicos de la economía y de los operadores del derecho. Si eso sucede, los ciudadanos podrían rápidamente ver mermadas sus libertades negativas por no ejercer sus libertades positivas y públicas..Cfr. TOCQUEVILLE, Alexis de; La democracia en América, México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1996. Tocqueville, en su célebre libro, mostró su preocupación porque la sociedad norteamericana abandonara la preocupación por los asuntos públicos, temor que Bellah y sus colaboradores parecen haber visto hecho realidad. Al respecto véase BELLAH, Robert; Hábitos del corazón, Madrid: Alianza Editorial, 1989.
[6] Berlin, Isaiah “La persecución del ideal” en: El fuste torcido de la humanidad, Barcelona, Península 1998 pp. 33 – 34.
[7] Por ejemplo el politólogo norteamericano Robert Dahl ha dedicado varios de sus trabajos a investigar el nivel de libertad de las diversas sociedades teniendo en cuenta indicadores como participación democrática, niveles de reconocimiento en las relaciones intersubjetivas y políticas, etc. Trabajos como los de Dahl nos indican que sí es posible calcular índices cualitativos como el de la libertad y las capacidades.
[8] Para estas cuestiones se puede consultar Los bienes y la gente y La libertad individual como compromiso social.
[9] SEN, Amartya; La libertad individual como compromiso social, Quito: Ediciones Abya-Yala, 2000.
“Diagnóstico sobre el Proyecto Educativo Nacional: objetivos y resultados”
Expositor: Juan Borea Odría
El profesor Juan Borea Odría ofreció una conferencia en el local de Transparencia en el marco de las sesiones organizadas por el CIREPS sobre temas de educación. El objetivo de su disertación fue analizar la realidad de la educación peruana a través del Proyecto Educativo Nacional elaborado durante la gestión del presidente Alejandro Toledo. Juan Borea Odría posee una amplia trayectoria en lo que se refiere a la educación en el Perú, no solo por su actividad como maestro, la cual no dejó a pesar de los cargos públicos que asumió en diversas oportunidades —trabajó en el ministerio de Educación durante la gestión de Paniagua y Toledo, y actualmente es miembro del Consejo Nacional de Educación—, sino también desde la esfera política. La participación de Borea Odría tuvo lugar semanas después de la intervención del viceministro de Educación Raúl Chávez quien cordialmente accedió a brindarnos una panorámica acerca de los logros obtenidos por la actual gestión gubernamental.
En esta oportunidad, nuestro invitado abordó los principales objetivos del Proyecto Educativo Nacional con la finalidad de comentar paralelamente los alcances de dicho proyecto y las dificultades que hasta hoy subsisten en materia educativa, las cuales impiden que se concreten de manera efectiva, aquellas conclusiones y recomendaciones contenidas en el referido documento. Mediante el contraste entre los objetivos planteados y los logros obtenidos, las conclusiones del análisis ofrecerían un diagnóstico más amplio que la revisión de cifras y estadísticas oficiales.
Inició su análisis con el siguiente diagnóstico: no existe continuidad en las políticas educativas. Esto redunda negativamente en la aplicación de las reformas educativas, ya que cuando cambia el ministro o el gobierno, ocurre un giro de ciento ochenta grados que desecha todo lo que hasta ese momento realizó la gestión anterior; es decir, no son fruto de un consenso. Las dos reformas educativas que destacó fueron la del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas del general Juan Velasco Alvarado, basada en un documento previo de las Naciones Unidas y desactivada posteriormente por el general Morales Bermúdez primero y Belaúnde después; y la del gobierno de Alberto Fujimori, caracterizada por la inclusión de las recomendaciones del Banco Mundial en lo referente al desarrollo de competencias y al incentivo de la inversión privada en educación. A su modo de ver, si bien el actual gobierno tuvo el gesto político de validar el Proyecto Educativo Nacional, en la práctica no se aprecia efectivamente su compromiso por llevarlo adelante: el presupuesto asignado al sector educación continúa siendo uno de los más bajos en América Latina, incluso por debajo del presupuesto boliviano.
El primero de los objetivos estratégicos comentados fue el que establecía oportunidades y resultados de igual calidad para todos, es decir, equidad y calidad educativa. En este aspecto, aún subsisten problemas como la deserción escolar, repitencia, falta de cobertura en zonas rurales, deficiencias en el rendimiento académico. A ello se agrega que el Perú posee el mayor nivel de desigualdad entre la educación pública y privada en América Latina. El segundo objetivo discutido hacía referencia a la obtención de estudiantes e instituciones que logren aprendizajes pertinentes, o sea, que los resultados sirvan para algo. Aquí el panorama no es muy alentador. La actitud de los docentes frente a los contenidos de la currícula (cada maestro y cada colegio lo modifica a su antojo y lo direcciona al examen de admisión a la universidad) y calidad de la demanda educativa son factores determinantes. En tercer lugar, disponer de maestros y maestras que ejerzan profesionalmente la carrera. La excesiva cantidad de institutos pedagógicos privados de pésima calidad y la deficiente preparación que ofrecen las facultades de educación de las universidades públicas y de las privadas que aparecieron al amparo del decreto legislativo 882 promulgado durante el gobierno de Fujimori, conspiran contra este objetivo. La nueva ley de la carrera pública magisterial pretende hacer más atractiva y competitiva la carrera docente mediante la asignación de estímulos a aquellos maestros que demuestren mejor desempeño académico en su labor, a diferencia de la anterior ley que protegía al maestro, pero descuidaba al alumno, ya que el maestro que era nombrado obtenía automáticamente la estabilidad laboral y se dedicaba muy poco a capacitarse. Otras medidas correctivas son la capacitación a los maestros y el cierre de los pedagógicos que no cumplan los mínimos requisitos. Sin embargo, las universidades han aumentado la cantidad de vacantes en sus facultades de educación para absorber esa demanda abandonada.
A lo largo de su exposición, Juan Borea comentó otros temas como la municipalización de la educación, propuesta presidencial que no comparte en absoluto porque no se encuentra en el Proyecto Educativo Nacional ni en la Ley de Educación ni en el plan de gobierno aprista — que además tomó por sorpresa a los funcionarios del Ministerio de Educación—; pero sobre todo porque la gran mayoría de municipios en el Perú enfrentan una gran variedad de dificultades que los sobrepasa y que definitivamente los invalida como administradores o gestores de la educación.
De esta manera, fueron analizados todos objetivos del plan. Los asistentes disfrutamos de una disertación clara, organizada y amena a la vez, que culminó con una rueda de preguntas y con un extendido debate acerca de los contenidos del libro de Ciencias Sociales editado por Norma. Borea, con materiales en mano, nos brindó su opinión al respecto: se trataría de una estrategia de parte de un sector del aprismo que pretende copar el Ministerio de Educación a través del cuestionamiento a ciertos funcionarios de segundo nivel; a parte de ello, aceptó que algunos contenidos debieron pasar un filtro más exigente —aquellos en los que se discute la participación de las Fuerzas Armadas durante el conflicto interno— pero destacó que en la denuncia de Cabanillas hay una gran dosis de oportunismo, puesto que este libro sigue editándose desde hace cinco años. ¿Por qué Cabanillas esperó tanto tiempo para pronunciarse? ¿Ha sido casual que ello ocurriera en la semana posterior al quinto aniversario del Informe Final de la CVR y que la denuncia de la congresista del APRA fuera un instrumento más de la comparsa integrada por el cardenal Cipriani, el general Donayre, Luis Giampietri, Rafael Rey y Ántero Florez-Aráoz contra la difusión de los acontecimientos ocurridos durante las décadas de la violencia terrorista?
Si ud. desea conocer con mayor amplitud los detalles de la exposición de Juan Borea Odría puede escuchar el audio completo de la conferencia aquí.
(Agradecemos la difusión de esta nota)
Expositor: Juan Borea Odría
El profesor Juan Borea Odría ofreció una conferencia en el local de Transparencia en el marco de las sesiones organizadas por el CIREPS sobre temas de educación. El objetivo de su disertación fue analizar la realidad de la educación peruana a través del Proyecto Educativo Nacional elaborado durante la gestión del presidente Alejandro Toledo. Juan Borea Odría posee una amplia trayectoria en lo que se refiere a la educación en el Perú, no solo por su actividad como maestro, la cual no dejó a pesar de los cargos públicos que asumió en diversas oportunidades —trabajó en el ministerio de Educación durante la gestión de Paniagua y Toledo, y actualmente es miembro del Consejo Nacional de Educación—, sino también desde la esfera política. La participación de Borea Odría tuvo lugar semanas después de la intervención del viceministro de Educación Raúl Chávez quien cordialmente accedió a brindarnos una panorámica acerca de los logros obtenidos por la actual gestión gubernamental.
En esta oportunidad, nuestro invitado abordó los principales objetivos del Proyecto Educativo Nacional con la finalidad de comentar paralelamente los alcances de dicho proyecto y las dificultades que hasta hoy subsisten en materia educativa, las cuales impiden que se concreten de manera efectiva, aquellas conclusiones y recomendaciones contenidas en el referido documento. Mediante el contraste entre los objetivos planteados y los logros obtenidos, las conclusiones del análisis ofrecerían un diagnóstico más amplio que la revisión de cifras y estadísticas oficiales.
Inició su análisis con el siguiente diagnóstico: no existe continuidad en las políticas educativas. Esto redunda negativamente en la aplicación de las reformas educativas, ya que cuando cambia el ministro o el gobierno, ocurre un giro de ciento ochenta grados que desecha todo lo que hasta ese momento realizó la gestión anterior; es decir, no son fruto de un consenso. Las dos reformas educativas que destacó fueron la del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas del general Juan Velasco Alvarado, basada en un documento previo de las Naciones Unidas y desactivada posteriormente por el general Morales Bermúdez primero y Belaúnde después; y la del gobierno de Alberto Fujimori, caracterizada por la inclusión de las recomendaciones del Banco Mundial en lo referente al desarrollo de competencias y al incentivo de la inversión privada en educación. A su modo de ver, si bien el actual gobierno tuvo el gesto político de validar el Proyecto Educativo Nacional, en la práctica no se aprecia efectivamente su compromiso por llevarlo adelante: el presupuesto asignado al sector educación continúa siendo uno de los más bajos en América Latina, incluso por debajo del presupuesto boliviano.
El primero de los objetivos estratégicos comentados fue el que establecía oportunidades y resultados de igual calidad para todos, es decir, equidad y calidad educativa. En este aspecto, aún subsisten problemas como la deserción escolar, repitencia, falta de cobertura en zonas rurales, deficiencias en el rendimiento académico. A ello se agrega que el Perú posee el mayor nivel de desigualdad entre la educación pública y privada en América Latina. El segundo objetivo discutido hacía referencia a la obtención de estudiantes e instituciones que logren aprendizajes pertinentes, o sea, que los resultados sirvan para algo. Aquí el panorama no es muy alentador. La actitud de los docentes frente a los contenidos de la currícula (cada maestro y cada colegio lo modifica a su antojo y lo direcciona al examen de admisión a la universidad) y calidad de la demanda educativa son factores determinantes. En tercer lugar, disponer de maestros y maestras que ejerzan profesionalmente la carrera. La excesiva cantidad de institutos pedagógicos privados de pésima calidad y la deficiente preparación que ofrecen las facultades de educación de las universidades públicas y de las privadas que aparecieron al amparo del decreto legislativo 882 promulgado durante el gobierno de Fujimori, conspiran contra este objetivo. La nueva ley de la carrera pública magisterial pretende hacer más atractiva y competitiva la carrera docente mediante la asignación de estímulos a aquellos maestros que demuestren mejor desempeño académico en su labor, a diferencia de la anterior ley que protegía al maestro, pero descuidaba al alumno, ya que el maestro que era nombrado obtenía automáticamente la estabilidad laboral y se dedicaba muy poco a capacitarse. Otras medidas correctivas son la capacitación a los maestros y el cierre de los pedagógicos que no cumplan los mínimos requisitos. Sin embargo, las universidades han aumentado la cantidad de vacantes en sus facultades de educación para absorber esa demanda abandonada.
A lo largo de su exposición, Juan Borea comentó otros temas como la municipalización de la educación, propuesta presidencial que no comparte en absoluto porque no se encuentra en el Proyecto Educativo Nacional ni en la Ley de Educación ni en el plan de gobierno aprista — que además tomó por sorpresa a los funcionarios del Ministerio de Educación—; pero sobre todo porque la gran mayoría de municipios en el Perú enfrentan una gran variedad de dificultades que los sobrepasa y que definitivamente los invalida como administradores o gestores de la educación.
De esta manera, fueron analizados todos objetivos del plan. Los asistentes disfrutamos de una disertación clara, organizada y amena a la vez, que culminó con una rueda de preguntas y con un extendido debate acerca de los contenidos del libro de Ciencias Sociales editado por Norma. Borea, con materiales en mano, nos brindó su opinión al respecto: se trataría de una estrategia de parte de un sector del aprismo que pretende copar el Ministerio de Educación a través del cuestionamiento a ciertos funcionarios de segundo nivel; a parte de ello, aceptó que algunos contenidos debieron pasar un filtro más exigente —aquellos en los que se discute la participación de las Fuerzas Armadas durante el conflicto interno— pero destacó que en la denuncia de Cabanillas hay una gran dosis de oportunismo, puesto que este libro sigue editándose desde hace cinco años. ¿Por qué Cabanillas esperó tanto tiempo para pronunciarse? ¿Ha sido casual que ello ocurriera en la semana posterior al quinto aniversario del Informe Final de la CVR y que la denuncia de la congresista del APRA fuera un instrumento más de la comparsa integrada por el cardenal Cipriani, el general Donayre, Luis Giampietri, Rafael Rey y Ántero Florez-Aráoz contra la difusión de los acontecimientos ocurridos durante las décadas de la violencia terrorista?
Si ud. desea conocer con mayor amplitud los detalles de la exposición de Juan Borea Odría puede escuchar el audio completo de la conferencia aquí.
(Agradecemos la difusión de esta nota)
¿Qué es ser de izquierda?
Nicolás Lynch Gamero
Sonimágenes, 2005
Arturo Caballero Medina
Arturo Caballero Medina
(LEA LA VERSIÓN COMPLETA EN LETRAS DEL SUR)
El libro de Nicolás Lynch brinda una clara comprensión de lo que significa la propuesta de la nueva izquierda en el Perú y el mundo después de la caída del Muro de Berlín, de la debacle del bloque socialista y la Unión Soviética, de la transición de China hacia la economía de libre mercado dirigida por el Partido Comunista y de las dos décadas de violencia terrorista en el Perú. Nicolás Lynch escribe con conocimiento de causa: fue militante socialista durante los años universitarios en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, allá por los setentas. Tuvo una destacada participación en la Izquierda Unida y en los movimientos que se opusieron al fujimorato. Su última participación en la gestión pública fue como Ministro de Educación durante el gobierno de Alejandro Toledo. Actualmente, impulsa la conjunción de los grupos de izquierda a través del Partido Democrático Descentralista con el objetivo de fundar una opción socialista renovada en nuestro país.
El primer ensayo “¿Qué es ser de izquierda?” inicia un recorrido histórico con la finalidad de delimitar el justo sentido de lo que significa ser de izquierda. Mucho antes de la formación de los partidos socialistas, comunistas, socialdemócratas y anarquistas, el pensamiento de izquierda propuso la consecución de la justicia social y la democracia, es decir, un cambio social frente al orden absolutista establecido. En primer momento, este cambio estuvo dirigido por las revoluciones burguesas que lucharon contra el absolutismo para establecer una nueva forma de gobierno basada en la democracia representativa. En un segundo momento, a inicios del siglo XX, el pensamiento de izquierda fue asumido por la clase obrera y por los sectores sociales sumidos en la explotación capitalista, posición desde la cual definieron la lucha de la izquierda mediante la lucha de clases, la dictadura del proletariado y la revolución armada. Luego de la caída del muro de Berlín, la izquierda experimentó un drástico reacomodo producto de cual retomó aquellos principios que fueron relegados, paradójicamente, en su etapa de mayor expansión: la libertad y la democracia. Derechos humanos y el respeto a la diferencia de las identidades culturales entran a formar parte de la agenda de la nueva izquierda que, en alguna medida, estuvieron presentes en las formulaciones de los teóricos de la crítica cultural de los sesenta y setenta como Michel Foucault, Julia Kristeva y Jacques Derrida entre otros y que continua en Slavoj Zizek, Ernesto Laclau y Judith Butler por citar algunos ejemplos.
El ensayo finaliza con un balance de la actuación de los principales movimientos políticos de izquierda en el Perú, tanto los democráticos como los que iniciaron la lucha armada contra el Estado democrático. La conclusión de Lynch es que el APRA y la izquierda marxista se enfrascaron en una lucha fratricida que fortaleció a las dictaduras militares apoyadas por la burguesía conservadora. Por su parte, Sendero Luminoso y el MRTA contribuyeron a desprestigiar aún más a los partidos de izquierda que sumidos en el fraccionamiento y las luchas intestinas no representaron para la ciudadanía una alternativa de solución. Esto conllevó a que todo proyecto revolucionario fuera identificado como proveniente de la izquierda, cuando, en realidad, como sostiene Slavoj Zizek en ¿Quién dijo totalitarismo? los proyectos de izquierda no siempre están vinculados a planteamientos radicales y viceversa, sino veamos la España de Felipe González, las socialdemocracias de los países nórdicos o la concertación de centro e izquierda en Chile.
Lynch destaca la importancia de la refundación democrática del Perú, la cual contempla la participación activa de la sociedad civil y de los poderes locales y regionales. Dicha refundación no será posible mientras el libre mercado continúe siendo un generador de desigualdades y que el empresariado capitalista se preocupe solo por el Estado de Derecho cuando este garantiza sus inversiones pero no cuando se vulneran los derechos de los trabajadores. Culmina invocando a todos los sectores de izquierda (marxista, cristiano, socialista, humanista o populista) a unir esfuerzos por conformar un bloque que retome los postulados primigenios de la izquierda: igualdad, justicia social, libertad y solidaridad.
La difusión de esta colección de ensayos, en la actualidad, es muy importante porque trata temas sobre los cuales existe una gran desinformación como la posibilidad de un proyecto de izquierda en el Perú como alternativa para superar la desigualdad y la exclusión, y la necesaria distinción de este proyecto frente a las posturas extremistas de izquierda. Lynch expone con claridad sus argumentos y, como debe ser, de manera didáctica desarrolla sus ideas para que todo aquel interesado en el tema pueda comprenderlo. Y es que algunos intelectuales de izquierda parece que solo escriben para su comunidad académica y no deliberan con las masas. Sus estudios no trascienden las cuatro paredes de su aula o del congreso donde dialogan con sus alumnos y colegas, pero no con el ciudadano de a pie. Por ello, es destacable que el autor no se haya detenido mucho en cuestiones relativas a especialistas que podrían desalentar al lector no versado en teoría política, sociología, historia o filosofía.
Además, aunque no lo expresa directamente, en algunos pasajes de los ensayos, se infiere que el socialismo contemporáneo y el liberalismo clásico poseen más puntos de encuentro que de divergencia: respeto a las libertades individuales, reconocimiento de la importancia del libre mercado, equilibrio entre libertades políticas y libertades económicas, pluralismo cultural, tolerancia y valoración de la diversidad
Sin embargo, la razón más importante por la cual recomiendo la lectura de este libro es que sirve para demostrar que “no toda la izquierda está podrida” y que existen algunos socialistas modernos y moralmente íntegros que aceptan los errores históricos de una izquierda que ya no cree que “el poder nace del fusil” ni que tampoco la democracia depende exclusivamente del crecimiento económico o de periódicas consultas electorales, sino, además, de la inclusión social y de una redistribución justa de la riqueza. Al respecto Lynch no tiene reparos en exigir un mea culpa a todos aquellos que, en alguna circunstancia, avalaron los excesos del totalitarismo marxista-leninista.
En las actuales circunstancias en que la crisis económica adquiere dimensiones planetarias y cuando se oyen algunas voces que decretan la muerte del capitalismo neoliberal y del libre mercado, el libro de Lynch representa una lectura obligatoria para comprender como es que la socialdemocracia puede ayudar a replantear los modelos que la realidad histórica demuestra que se están agotando. ¿Reflexionarán los neoliberales dogmáticos antes que sea demasiado tarde o esperarán asistir a su propia debacle como los comunistas de Europa Oriental en los 90? Me parece que la revancha de los socialistas está en ciernes. Solo espero que esta vez no desaprovechen la oportunidad.
ULTRACONSERVADURISMO, LIBERALISMO, IZQUIERDAS Y DERECHOS HUMANOS: EL DEBATE DE PUNTO EDU
Gonzalo Gamio Gehri
En las últimas dos semanas, el semanario institucional de la PUCP se ha convertido en un espacio de debate en torno a la necesidad de la recuperación de la memoria histórica en el país y el valor de la defensa de los Derechos Humanos desde los espacios de la sociedad civil y desde las canteras del pensamiento progresista. Punto Edu sirvió como escenario de la proyección de una controversia desatada en una actividad organizada por la FEPUC – con ocasión de la semana de Derechos Humanos -, en la que se sometía a discusión la pertinencia de una Plaza de la Memoria, destinada al recuerdo de los estudiantes de la PUCP que perdieron la vida en los tiempos del conflicto armado interno. El evento había sido pensado como un espacio de reflexión que convocara a los representantes de los movimientos políticos estudiantiles, pero – según testimonio de muchos alumnos – se sorprendió al público invitando a Luis Carlos Malca, estudiante de historia conocido por su postura abiertamente contraria a los Derechos Humanos, un expositor que no asistía en representación de ningún grupo. Pues bien, Punto Edu publicó un texto de Malca, titulado Izquierda Reaccionaria. Voy a limitarme a describir la discusión escrita que se ha generado – protagonizada por dos estudiantes de Ciencias Humanas de la PUCP, uno de ellos el mencionado -, y comentar algunos pasajes de la misma.
El texto de Malca pretende cuestionar la legitimidad moral – y la originalidad – de quienes defienden hoy los Derechos Humanos (a su juicio la última versión secular de la idea de Dios, y nuevo fundamento del ‘sentido de la vida’). El autor se vale del manido – y malidicente – término “izquierda caviar”, a cuyos miembros caracteriza como “gente bien con conciencia social”. Malca se identifica expresamente como un "ultraconservador vanguardista" (¿una sonora contradicción?) que se dedica a cuestionar a los "caviares", casi en la senda de las páginas editoriales de La Razón y Correo. Sostiene que la defensa de la democracia y los Derechos Humanos constituye un “espacio inmóvil” que los jóvenes progresistas deben a las luchas emprendidas por sus padres. Malca plantea sustituir la etiqueta “izquierda caviar”, por la extraña expresión “izquierda reaccionaria”, dado que estos jóvenes – apoyados en un credo ideológico denso – son agentes reacios al cambio. Sorprende que un estudiante de historia no use rigurosamente el término ‘reaccionario’ - atendiendo a la historia de las ideas políticas -, y no recuerde que los ‘reaccionarios’ son precisamente antiliberales que rechazaron abiertamente el Estado de Derecho, los principios de la Ilustración, la vindicación de la autonomía, las libertades individuales, la secularización de la cultura (temas presentes, p.e., en la obra de Maistre y Donoso). Si tuviera algún conocimiento respecto de quienes son los "reaccionarios" y qué piensan sobre la universalidad de los Derechos tendría que concluir necesariamente que el reaccionario...es él. En fin, Luis Carlos Malca sostiene que la lucha por los Derechos Humanos constituye expresión de “pensares trasnochados” y una “conquista caduca”. Es preciso señalar que estas afirmaciones no van acompañadas de ningún argumento racional que las sustente (como los lectores esperaríamos ante la formulación de tesis tan polémicas).
A la semana siguiente, Punto Edu publicó un artículo de Adrián Lerner - también estudiante de Historia -, Espacios públicos y ataques públicos, que responde al texto de Malca. Lerner compara las actitudes de Malca con la de los fujimoristas que irrumpieron en la ceremonia de aniversario de la entrega del Informe de la CVR. Quienes asumen esa posición beligerante y prepotente no buscan configurar una determinada lectura de la memoria que procure la forja de consensos frente a la terrible historia que afrontamos en el Perú, pretenden “descalificar una versión, pisotearla”. Como los políticos, algunos militares y otros “líderes de opinión” contrarios a la cultura de los Derechos Humanos pretenden silenciar a la CVR, censurar los textos escolares que se pronuncien sobre el tema, “eliminar toda posición contraria a las suyas”. En contraste con esta posición intolerante, la propia CVR entrevistó a muchos agentes del Estado y autoridades de la época para que expongan su interpretación del conflicto armado; en las páginas del Informe están consignados sus testimonios, sin recortes ni alteraciones. No sería difícil reconocer de qué lado – del bando de los enemigos de la CVR, sin duda - se construyen las caricaturas y se profieren los insultos. “La CVR”, sostiene Adrián Lerner, “que define el resultado de su labor como perfectible, nunca se propuso, como hacen sus detractores, silenciar ninguna versión ni burlarse de ella”. Etiquetas como “caviar” tendrían como único propósito descalificar a quien piensa distinto, y confundir a la población (en este sentido, es lamentable que Punto Edu haya usado alegremente la misma indeterminada etiqueta en una respuesta dirigida a Renato Constantino). Lerner desenmascara la posición de Malca como represora de las diferencias y potencialmente violenta.
Estos han sido los términos del debate, tal y como yo lo veo. Creo yo que el texto de Malca básicamente carece de argumentos, y sospecho que sólo ha sido redactado por un afán polémico. Incluso en un pasaje de su artículo introduce una extraña distinción (no examinada, por supuesto) entre "humanos y humanoides pensantes", lo que deja entrever que podría negársele a algunos individuos - por "razones" que en ningún momento se exponen - la condición humana (sugerencia que llama la atención por su gravedad y arbitrariedad). ¿Desde qué "lugar privilegiado" hace esta clase de aseveraciones? En contraste, la respuesta de Adrián Lerner me parece más clara y aguda, y mucho mejor dispuesta para el diálogo. La fuerza de los argumentos en el debate la encuentro en esa posición. Repito lo dicho tantas veces en este espacio y en otros, los Derechos Humanos tendrían que ser reconocidos como patrimonio de todos los ciudadanos – herencia liberal, pero bastión para todas las canteras ideológicas -. Constituye un signo de atraso el rechazar los Derechos Humanos como formas de protección de la vida y la dignidad de las personas. La identificación "reaccionaria" de la cultura de los Derechos Humanos con un ideario político puntual ya constituye un mal signo. Es lamentable, asimismo, que ese antiliberalismo prospere en ciertos círculos políticos peruanos.
Estos puntos de vista antidemocráticos prosperan en el seno de la extrema derecha peruana con cierta frecuencia. Expreso, Correo y especialmente La Razón se convirtieron en más de una ocasión en su plaza fuerte: el blanco de sus ataques ha sido generalmente la agenda política de la transición, particularmente la CVR y el sistema anticorrupción. Recientemente, el proyecto ultraconservador por tomar la PUCP forma parte de la agenda de estos medios que años atrás fueron propicios para los nuevos "reaccionarios" que hicieron suyo el encono contra la transición democrática. Estos espacios también constituyeron focos de difusión del antiliberalismo y el antihumanismo político. Allí se cocinaron términos como "caviar", y similares, no lo olvidemos.
No me sorprende que muchos detractores locales del liberalismo encuentren en una versión extravagante de la edad media – monárquica y feudal -, o en el decadente rococó versallesco, la fuente de inspiración de sus ideas. Y que se muestren condescendientes frente a la tortura, la impunidad y la concentración del poder so pretexto de la “crítica de la modernidad”. La “intolerancia” - en el sentido, digamos literal, de “reconocimiento de lo que resulta insoportable” - frente a la corrupción y la crueldad tendría que constituir un área de consenso para las diferentes concepciones de la vida y la sociedad. Se trataría de la única forma de “intolerancia” que nos podemos permitir en una sociedad pluralista. Que se trate de una “intolerancia metafísica”, “pragmática" o "contractualista" es lo que menos importa (podemos finalmente aplicar aquí la figura del consenso superpuesto del segundo Rawls), con tal de que en el terreno de la práctica nos comprometamos con el cuidado de la vida, la dignidad y la libertad de todos los ciudadanos.
Actualización: recomiendo la lectura del interesante texto de Arturo Caballero sobre este tema.
Alessandro Caviglia Marconi
El trabajo que les traigo en esta oportunidad procura establecer las relaciones entre los conceptos de “religión” y el de “conflicto (o choque) entre civilizaciones”, a fin de examinar si realmente asistimos a una era de conflicto entre las grandes civilizaciones, y de ser así, qué papel desempeñarían las religiones en dicho proceso. El rol desempeñado por las creencias religiosas sería fundamental en este “choque entre civilizaciones si tomando en cuenta que se afirma que lo característico a una civilización es su filiación religiosa, de modo que se habla de “civilización occidental o cristiana”, de “civilización islámica”, de civilización budista”, entre otras.
En relación a este problema podemos encontrar las siguientes posiciones:
1) Efectivamente existe un conflicto entre civilizaciones operando en el mundo contemporáneo, pero en él el papel de las religiones es mínimo, pues no son de lejos la causa principal. Sin embargo, las religiones no pueden hacer nada para eliminar dicho conflicto.
2) Efectivamente existe un conflicto entre civilizaciones operando en el mundo contemporáneo, pero las religiones no son de lejos la causa de éste. Es más, las religiones pueden hacer esfuerzos importantes para minimizar dicho conflicto.
3) Efectivamente existe un conflicto entre civilizaciones actualmente en el mundo, en el que el papel de las religiones es decisivo porque ellas representan una de las causas principales.
4) Si bien hay focos de conflictos y violencia social e intercultural en el mundo contemporáneo, no es el caso que asistamos a un “conflicto entre civilizaciones”. En estas circunstancias, las religiones desempeñan una función ambigua: ellas no son necesariamente las causas de la violencia, pero dependiendo de si son asumidos de manera fundamentalista o vivencial, pueden a) causar o fomentar conflictos, o b) colaborar con la resolución de conflictos y aportar a la paz mundial.
En lo que sigue defenderé la posición 4 y apuntaré a las posibilidades de colaborar con la resolución de conflictos que tienen las religiones. Pero antes de entrar a la cuestión, revisaré brevemente la tesis del “choque de civilizaciones” tal como Samuel Huntington la presenta.
4) ¿Están las civilizaciones en conflicto? ¿Están las religiones en pie de guerra?
En su momento el Ayatola Jomeini invocó al Islam a emprender la guerra contra lo que denominó “El Gran Satán”. Aquella persona que estrelló el avión contra las Torres Gemelas creía que su “martirio” le haría poseedor del premio del paraíso. Ciertamente, eso ha sucedido y sigue sucediendo. Sin embargo, sospecho que ello no nos autoriza a tomar en serio los términos “civilización” y “choque entre civilizaciones” en tanto que conceptos de la ciencia política y de la filosofía política. Se trata de términos de carácter político más que científico o filosófico. El uso del término civilización en este contexto está diseñado para establecer separaciones entre las personas, oscurecer ciertos rasgos de la identidad de las personas y empobrecer sus vidas. El término “conflicto entre civilizaciones” aparece con anterioridad de que los conflictos en la arena del mundo se desencadena. Aparece más como detonante que como concepto descriptivo. Los seres humanos somos diversamente diferentes, es decir, que entre los pertenecientes a una “civilización” existe un conjunto de diferencias y modos de vida, diversidad que sólo es posible abstraer por medio del terror o la violencia. De esta manera, uno podría preguntarse ¿quién representa la civilización occidental? ¿acaso Hitler y Mussolini? ¿o los gestores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos? Y la civilización oriental ¿se encuentra mejor representada por Gandhi (quien luchaba por la independencia y la gestación de una india democrática) o por los dictadores asiáticos?
Esto nos conduce a las cuatro posiciones que había enunciado al principio. Las tres primeras opciones asumen como correcta la afirmación del conflicto entre civilizaciones, y por lo tanto no son posiciones aceptables, pues parten de un supuesto cuestionable. La única alternativa es la cuarta, según la cual no hay un conflicto entre civilizaciones, sino que hay creyentes que radicalizan (o son inducidos a radicalizar) su opción religiosa hasta el extremo de volverse políticamente agresivos. Pero hay otros creyentes que no toman esa opción. De hecho, es posible que ciertos creyentes sean colaboradores de buena fe por la paz en el mundo. Pero ello no supone que se trate de miembros de “civilizaciones pacifistas”, pues ello sería volver a la misma abstracción que se está denunciando. ¿Con qué derecho le podemos, nosotros los occidentales decir a un musulmán que no está interpretando mal el Islam?. Creyentes que comparten los mismos dogmas de fe pueden adoptar posiciones distintas frente a la violencia. Ello revela que el componente de “violencia” o de “paz” no es algo que sea intrínseco a los credos religiosos, sino que se trata de un componente político que proviene de fuera. Lo que caracteriza a un creyente fundamentalista no es necesariamente el contenido doctrinal que abrace, sino la forma en que lo hace. Cuando esa forma excluye u oscurece otras dimensiones de su identidad, se encuentra entonces a merced de la utilización política por parte de algún líder. Pero ese opacamiento de las diversas aristas de la identidad es algo que no se debe necesariamente a la religión, sino a la presencia de una voluntad política.
[1] Cf. HUNTINGTON, Samuel; El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, Barcelona: Paidós, 2005. La teoría del choque entre civilizaciones Huntington publicó primero un artículo titulado The Clash of Civilizations?, en la revista "Foreign Affairs", vol. 72, no. 3, en el verano de 1993, pp. 22-49 El libro aparecerá tres años depués como The Clash of Civilizations and the Remaking of World Order, New York: Simon & Schuster, 1996.
[2] Un conflicto que tendería a romper con la focalización es el suscitado por la expansión del imperio napoleónico, aunque involucró mayormente a Inglaterra y a Francia.
[3] El resurgimiento de los nacionalismos no significa una vuelta a la valoración de los estados nacionales, sino que se entiende que en cada uno de ellos se encuentran conviviendo varias naciones o pueblos, quienes exigen sus autonomías políticas y económicas.
[4] FUKUYAMA, Francis; El fin de la historia y el último hombre : la interpretación más audaz y brillante de la historia presente y futura de la humanidad, Buenos Aires: Planeta, 1992.
[5] En la crítica a la identidad signularista y en la presentación de las identidades complejas soy deudor de Amartya Sen. Cfr. SEN, Amartya; Identidad y violencia. La ilusión del destino, Buenos Aires: Katz, 2007.
[6] Véase, al respecto, el artículo de Gianni Vattimo en: La Religión Madrid : PPC, 1996.
El trabajo que les traigo en esta oportunidad procura establecer las relaciones entre los conceptos de “religión” y el de “conflicto (o choque) entre civilizaciones”, a fin de examinar si realmente asistimos a una era de conflicto entre las grandes civilizaciones, y de ser así, qué papel desempeñarían las religiones en dicho proceso. El rol desempeñado por las creencias religiosas sería fundamental en este “choque entre civilizaciones si tomando en cuenta que se afirma que lo característico a una civilización es su filiación religiosa, de modo que se habla de “civilización occidental o cristiana”, de “civilización islámica”, de civilización budista”, entre otras.
En relación a este problema podemos encontrar las siguientes posiciones:
1) Efectivamente existe un conflicto entre civilizaciones operando en el mundo contemporáneo, pero en él el papel de las religiones es mínimo, pues no son de lejos la causa principal. Sin embargo, las religiones no pueden hacer nada para eliminar dicho conflicto.
2) Efectivamente existe un conflicto entre civilizaciones operando en el mundo contemporáneo, pero las religiones no son de lejos la causa de éste. Es más, las religiones pueden hacer esfuerzos importantes para minimizar dicho conflicto.
3) Efectivamente existe un conflicto entre civilizaciones actualmente en el mundo, en el que el papel de las religiones es decisivo porque ellas representan una de las causas principales.
4) Si bien hay focos de conflictos y violencia social e intercultural en el mundo contemporáneo, no es el caso que asistamos a un “conflicto entre civilizaciones”. En estas circunstancias, las religiones desempeñan una función ambigua: ellas no son necesariamente las causas de la violencia, pero dependiendo de si son asumidos de manera fundamentalista o vivencial, pueden a) causar o fomentar conflictos, o b) colaborar con la resolución de conflictos y aportar a la paz mundial.
En lo que sigue defenderé la posición 4 y apuntaré a las posibilidades de colaborar con la resolución de conflictos que tienen las religiones. Pero antes de entrar a la cuestión, revisaré brevemente la tesis del “choque de civilizaciones” tal como Samuel Huntington la presenta.
4) ¿Están las civilizaciones en conflicto? ¿Están las religiones en pie de guerra?
En su momento el Ayatola Jomeini invocó al Islam a emprender la guerra contra lo que denominó “El Gran Satán”. Aquella persona que estrelló el avión contra las Torres Gemelas creía que su “martirio” le haría poseedor del premio del paraíso. Ciertamente, eso ha sucedido y sigue sucediendo. Sin embargo, sospecho que ello no nos autoriza a tomar en serio los términos “civilización” y “choque entre civilizaciones” en tanto que conceptos de la ciencia política y de la filosofía política. Se trata de términos de carácter político más que científico o filosófico. El uso del término civilización en este contexto está diseñado para establecer separaciones entre las personas, oscurecer ciertos rasgos de la identidad de las personas y empobrecer sus vidas. El término “conflicto entre civilizaciones” aparece con anterioridad de que los conflictos en la arena del mundo se desencadena. Aparece más como detonante que como concepto descriptivo. Los seres humanos somos diversamente diferentes, es decir, que entre los pertenecientes a una “civilización” existe un conjunto de diferencias y modos de vida, diversidad que sólo es posible abstraer por medio del terror o la violencia. De esta manera, uno podría preguntarse ¿quién representa la civilización occidental? ¿acaso Hitler y Mussolini? ¿o los gestores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos? Y la civilización oriental ¿se encuentra mejor representada por Gandhi (quien luchaba por la independencia y la gestación de una india democrática) o por los dictadores asiáticos?
Esto nos conduce a las cuatro posiciones que había enunciado al principio. Las tres primeras opciones asumen como correcta la afirmación del conflicto entre civilizaciones, y por lo tanto no son posiciones aceptables, pues parten de un supuesto cuestionable. La única alternativa es la cuarta, según la cual no hay un conflicto entre civilizaciones, sino que hay creyentes que radicalizan (o son inducidos a radicalizar) su opción religiosa hasta el extremo de volverse políticamente agresivos. Pero hay otros creyentes que no toman esa opción. De hecho, es posible que ciertos creyentes sean colaboradores de buena fe por la paz en el mundo. Pero ello no supone que se trate de miembros de “civilizaciones pacifistas”, pues ello sería volver a la misma abstracción que se está denunciando. ¿Con qué derecho le podemos, nosotros los occidentales decir a un musulmán que no está interpretando mal el Islam?. Creyentes que comparten los mismos dogmas de fe pueden adoptar posiciones distintas frente a la violencia. Ello revela que el componente de “violencia” o de “paz” no es algo que sea intrínseco a los credos religiosos, sino que se trata de un componente político que proviene de fuera. Lo que caracteriza a un creyente fundamentalista no es necesariamente el contenido doctrinal que abrace, sino la forma en que lo hace. Cuando esa forma excluye u oscurece otras dimensiones de su identidad, se encuentra entonces a merced de la utilización política por parte de algún líder. Pero ese opacamiento de las diversas aristas de la identidad es algo que no se debe necesariamente a la religión, sino a la presencia de una voluntad política.
[1] Cf. HUNTINGTON, Samuel; El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, Barcelona: Paidós, 2005. La teoría del choque entre civilizaciones Huntington publicó primero un artículo titulado The Clash of Civilizations?, en la revista "Foreign Affairs", vol. 72, no. 3, en el verano de 1993, pp. 22-49 El libro aparecerá tres años depués como The Clash of Civilizations and the Remaking of World Order, New York: Simon & Schuster, 1996.
[2] Un conflicto que tendería a romper con la focalización es el suscitado por la expansión del imperio napoleónico, aunque involucró mayormente a Inglaterra y a Francia.
[3] El resurgimiento de los nacionalismos no significa una vuelta a la valoración de los estados nacionales, sino que se entiende que en cada uno de ellos se encuentran conviviendo varias naciones o pueblos, quienes exigen sus autonomías políticas y económicas.
[4] FUKUYAMA, Francis; El fin de la historia y el último hombre : la interpretación más audaz y brillante de la historia presente y futura de la humanidad, Buenos Aires: Planeta, 1992.
[5] En la crítica a la identidad signularista y en la presentación de las identidades complejas soy deudor de Amartya Sen. Cfr. SEN, Amartya; Identidad y violencia. La ilusión del destino, Buenos Aires: Katz, 2007.
[6] Véase, al respecto, el artículo de Gianni Vattimo en: La Religión Madrid : PPC, 1996.
1.- El moderador es quien se encarga de administrar los tiempos de intervención asignados a los expositores y a los asistentes que formulan preguntas.
2.- Estas normas serán aplicadas tanto las exposiciones individuales como a los debates.
3.- Acerca de las exposiciones individuales:
3.1.- Cada expositor dispone de 25 minutos para desarrollar su ponencia. Por ello, el expositor debe diseñar su disertación tomando en cuenta este tiempo para dosificar la información que presenta ante los asistentes.
3.2.- Si el expositor no llegara a concluir su ponencia, se le otorgarán 5 minutos adicionales para que culmine la misma. Solo en casos excepcionales y con la anuencia de la mayoría de los asistentes se prolongará este tiempo hasta 10 minutos. De exceder este límite, el moderador tiene la potestad de dar por concluida la disertación.
4.- Acerca de los debates
4.1.- El orden de la exposición será decidido por mutuo acuerdo entre los expositores.
4.2.- Cada interlocutor dispone en total de 30 minutos para desarrollar su disertación. Estas se dividirán de la siguiente forma:
a) una primera rueda de exposición de sus posturas: cada interlocutor cuenta con 15 minutos. Cada exposición tendrá lugar inmediatamente después de la que le antecedió
b) una segunda rueda de exposición: 10 minutos
c) una primera rueda de comentarios: cada interlocutor dispone de 5 minutos.
d) una segunda rueda de réplicas: cada interlocutor dispone de 5 minutos.
4.3.- La prolongación de estos tiempos se rige bajo los mismos criterios de las exposiciones individuales, pero solo se aplica a la segunda rueda de exposición.
5.- Sobre la participación de los asistentes
5.1.- Una vez terminada la intervención de los expositores, el moderador solicitará al auditorio que formule sus preguntas.
5.2.- Los asistentes que desearan formular una pregunta a los expositores alzarán el brazo y el moderador les otorgará la palabra en estricto orden de aparición.
5.3.-Cada asistente puede intervenir al menos una vez luego de que los expositores hayan concluido su intervención. El moderador dará preferencia a aquellos asistentes que no hayan formulado sus preguntas durante la reunión frente a los que ya intervinieron. Solo si no hubiera preguntas el moderador otorgará la palabra a un asistente que ya hubiera intervenido previamente.
5.4.- Los asistentes deben formular una pregunta precisa a un expositor o a ambos. Para ello, pueden hacerlo mediante un breve comentario de las ideas expuestas seguido de la pregunta debidamente especificada. El moderador puede limitar la intervención de un asistente que, pasado 1 minuto, no manifiesta claramente su pregunta al (los) expositor (es).
Precisiones finales
6.- El moderador buscará en todo momento facilitar la intervención de la mayoría de los asistentes. Para ello debe cumplir estrictamente los tiempos establecidos para cada circunstancia. El éxito de las exposiciones y debates radica tanto en el nivel ofrecido por los expositores como en el orden desplegado durante la ronda de preguntas. Por este motivo, todos los presentes estamos en la obligación de respetar los tiempos asignados porque, de lo contrario, se corre el riesgo de distorsionar el debate.
7.- La designación de moderador para la reunión posterior recaerá en la decisión mayoritaria de los asistentes. Si por algún motivo ello no se pudiera concretar, el secretario general designará al moderador siguiendo un criterio de amplitud de manera que todos los miembros del círculo realicen esta función al menos una vez.
Gonzalo Gamio Gehri
Secretaría general CIREPS
Arturo Caballero Medina
Secretaría de prensa e información CIREPS
2.- Estas normas serán aplicadas tanto las exposiciones individuales como a los debates.
3.- Acerca de las exposiciones individuales:
3.1.- Cada expositor dispone de 25 minutos para desarrollar su ponencia. Por ello, el expositor debe diseñar su disertación tomando en cuenta este tiempo para dosificar la información que presenta ante los asistentes.
3.2.- Si el expositor no llegara a concluir su ponencia, se le otorgarán 5 minutos adicionales para que culmine la misma. Solo en casos excepcionales y con la anuencia de la mayoría de los asistentes se prolongará este tiempo hasta 10 minutos. De exceder este límite, el moderador tiene la potestad de dar por concluida la disertación.
4.- Acerca de los debates
4.1.- El orden de la exposición será decidido por mutuo acuerdo entre los expositores.
4.2.- Cada interlocutor dispone en total de 30 minutos para desarrollar su disertación. Estas se dividirán de la siguiente forma:
a) una primera rueda de exposición de sus posturas: cada interlocutor cuenta con 15 minutos. Cada exposición tendrá lugar inmediatamente después de la que le antecedió
b) una segunda rueda de exposición: 10 minutos
c) una primera rueda de comentarios: cada interlocutor dispone de 5 minutos.
d) una segunda rueda de réplicas: cada interlocutor dispone de 5 minutos.
4.3.- La prolongación de estos tiempos se rige bajo los mismos criterios de las exposiciones individuales, pero solo se aplica a la segunda rueda de exposición.
5.- Sobre la participación de los asistentes
5.1.- Una vez terminada la intervención de los expositores, el moderador solicitará al auditorio que formule sus preguntas.
5.2.- Los asistentes que desearan formular una pregunta a los expositores alzarán el brazo y el moderador les otorgará la palabra en estricto orden de aparición.
5.3.-Cada asistente puede intervenir al menos una vez luego de que los expositores hayan concluido su intervención. El moderador dará preferencia a aquellos asistentes que no hayan formulado sus preguntas durante la reunión frente a los que ya intervinieron. Solo si no hubiera preguntas el moderador otorgará la palabra a un asistente que ya hubiera intervenido previamente.
5.4.- Los asistentes deben formular una pregunta precisa a un expositor o a ambos. Para ello, pueden hacerlo mediante un breve comentario de las ideas expuestas seguido de la pregunta debidamente especificada. El moderador puede limitar la intervención de un asistente que, pasado 1 minuto, no manifiesta claramente su pregunta al (los) expositor (es).
Precisiones finales
6.- El moderador buscará en todo momento facilitar la intervención de la mayoría de los asistentes. Para ello debe cumplir estrictamente los tiempos establecidos para cada circunstancia. El éxito de las exposiciones y debates radica tanto en el nivel ofrecido por los expositores como en el orden desplegado durante la ronda de preguntas. Por este motivo, todos los presentes estamos en la obligación de respetar los tiempos asignados porque, de lo contrario, se corre el riesgo de distorsionar el debate.
7.- La designación de moderador para la reunión posterior recaerá en la decisión mayoritaria de los asistentes. Si por algún motivo ello no se pudiera concretar, el secretario general designará al moderador siguiendo un criterio de amplitud de manera que todos los miembros del círculo realicen esta función al menos una vez.
Gonzalo Gamio Gehri
Secretaría general CIREPS
Arturo Caballero Medina
Secretaría de prensa e información CIREPS
UNA EXTRAÑA Y DESCONCERTANTE PROPUESTA PRESIDENCIAL
“Pero ¿Debe el Estado invadir las almas de sus ciudadanos?”
K.A. APPIAH
Gonzalo Gamio Gehri
El mensaje del presidente Alan García nos ha parecido repetitivo y monótono. Pobre en anuncios, pero abundante en palabras y en cifras (que tendrían que verificarse). Temas básicos para el fortalecimiento de la democracia en el país fueron omitidos. Hace tiempo que el discurso de García ha dejado la retórica antiimperialista y ha abrazado el vocabulario y la impronta conservadora: neoliberal en economía, antiliberal en política. Uno de los tantos signos de esta nueva prédica podemos reconocerlo claramente en su entusiasta alegato a favor de una necesaria “reforma del alma” en cada uno de los peruanos. Quisiera compartir mis opiniones personales sobre este tema.
Sorprende esta invocación existencial, a la luz del record del primer gobierno de García en el tema de la ética pública: copamiento del Estado, problemas de corrupción de funcionarios, etc. De todos modos, García ha asumido desde la campaña electoral del 2006 el discurso de un individuo redimido, por lo menos en lo ideológico. Si no fuera por sus continuas alusiones al catolicismo de tipo tradicionalista que hoy dice profesar, uno podría detectar en sus intervenciones públicas la típica retórica del Nacido Dos Veces habitual en algunos sectores políticos del protestantismo norteamericano (piénsese en el propio George W. Bush). Pero no, toda ese talante antiliberal acerca de la primacía de los deberes sobre los derechos viene desde otra orilla religiosa (podemos adivinar su fuente de inspiración, por lo menos en el gabinete).
¿Tiene esa prédica moralizante un origen religioso? Difícil precisarlo. No obstante, el Presidente sabe de sobra que el Perú es un país habitado por creyentes de diversas religiones (y por no creyentes también). Él mismo ha tenido el gesto – en anteriores oportunidades – de asistir al llamado “Te Deum Evangélico”, como una muestra de, digamos, “vocación ecuménica” (¿o quizá será una muestra más de “populismo”? No lo sabemos). El caso es que, siendo el Perú un Estado Laico y una sociedad multiconfesional, el Presidente no puede incorporar explícitamente un contenido particular religioso en un discurso político programático. Gobierna para todos los peruanos, y no sólo para quienes suscriben sus convicciones religiosas personales. Eso también lo sabemos quienes somos creyentes en el ámbito religioso, pero apreciamos el pluralismo y la democracia.
No sé hasta dónde llegue la cultura clásica, de Alan García, pero la expresión “reforma del alma” tiene una connotación estrictamente moral, proveniente de la filosofía de los griegos (puede ser que esta impronta llegue al Presidente a través del ‘neotomismo’ que suscriben algunos de sus colaboradores cercanos, pero eso tampoco podría asegurarlo). Platón, Aristóteles y los estoicos – cada uno a su manera – identifican la “conducción del alma” con el cultivo de las virtudes. Reformar el alma equivale – por lo menos en un sentido – a educar el carácter y el juicio y orientarlos al bien. Hay que decir que, si esta era la intención de García, ello traduce un deseo excelente, pero que excede la función pública de la Presidencia de la República. En primer lugar, porque la tarea de la forja de la conducción ética de la vida corresponde al agente mismo y a sus comunidades básicas, espacios de reflexión y práctica que se sitúan fuera del Estado mismo: familias, escuelas, vecindarios, parroquias, etc. En esas comunidades los individuos adquieren (o no) las habilidades y formas de discernimiento libre que pueden llevarlos a la práctica de las virtudes. En segundo lugar, porque en una sociedad compleja como la nuestra (multicultural, multiconfesional) no existe un único modo de definir la vida buena buena –expresada en un unitario y monolítico catálogo de virtudes -, y no compete al Estado definir cuál es la correcta o la mejor (me anticipo a señalar claramente que – como he argumentado en varios artículos y en un libro sobre el tema, Racionalidad y conflicto ético - nada de esto es “relativismo”; creo que la discusión racional sobre la vida buena es enormemente fructífera para las personas y las comunidades, y estoy convencido que hay concepciones de la vida buena que son mejores y más razonables que otras: lo único que quiero decir es que no le corresponde al Estado llevar y dirimir estos debates).
El Estado sólo puede exigir a sus ciudadanos que cumplan con la ley y con los principios procedimentales de la justicia, que cumplan con una “ética universal mínima” basada en el respeto de la dignidad del otro y de sus Derechos Fundamentales). Ni siquiera puede exigirle a los ciudadanos el ejercicio de las virtudes políticas, asociadas con la participación activa en los espacios públicos del sistema político y la sociedad civil – quien me conozca, sabe de mi particular entusiasmo por el ethos del ciudadano comprometido, proveniente de mi herencia intelectual aristotélica y hegeliana -. Estoy convencido que la praxis cívica haría de nuestra sociedad una comunidad política democrática e inclusiva, pero el ciudadano tiene derecho a no intervenir en la cosa pública, si así lo prefiere. Sólo el cumplimiento de esa ética universal mínima (Derechos Humanos y justicia, cuestiones de moral pública) es vinculante, y puede ser materia de exigencia absoluta de parte del Estado: su cumplimiento garantiza la convivencia social, así como la estabilidad de las instituciones. El ejercicio de las virtudes queda bajo la jurisdicción de los propios agentes y de las comunidades básicas que habitan (en las que han elegido permanecer); es un asunto extraestatal (de enorme importancia para los individuos, ciertamente).
Aquí salta la contradicción. Decimos que el Estado y sus autoridades sólo pueden exigir de sus funcionarios y de todos los ciudadanos el cumplimiento de los principios de la ética universal mínima. Sin embargo, el silencio del discurso presidencial en materia de políticas públicas en Derechos Humanos y lucha anticorrupción ha sido evidente y penoso. El tema de la justicia redistributiva ha sido tocado con una delicadeza cortesana. La innoble alianza con el fujimorismo para lograr la Presidencia del Congreso (¿A qué precio?) con visita incluida del ministro del interior al reo Fujimori (¿Para negociar qué?) muestra que el item “moral pública” parece no ser necesariamente una prioridad para este gobierno. El mensaje del 28 no dice una sóla palabra sobre la masacre de Putis o sobre las recomendaciones de la CVR. Ninguna propuesta para el control ciudadano de la gestión de los funcionarios públicos. Esos sí son temas de “reforma ética” que competen al Estado, y que el Ejecutivo y el Legislativo tendrían que considerar con especial dedicación y esmero. Toda esa alusión presidencial a la “reforma del alma” – desconectada de las problemas de Derechos Humanos, justicia social y moral pública – deviene en pura demagogia y en menas “buenas intenciones”, en el mejor de los casos, pues escapan al ámbito de su trabajo. Hay que aconsejarle al presidente que deje el tema de la virtud en manos de los ciudadanos: la vida buena es un asunto primordial para nosotros, cuya reflexión y práctica nos concierne sólo a nosotros como agentes autónomos, capaces de discernir y elegir conscientemente cómo orientar la vida. No necesitamos tener un "tutor" en Palacio de Gobierno: somos ciudadanos, no súbditos. Al Estado le compete velar por la protección de las personas y sus Derechos Básicos vinculados al bienestar, la justicia y el cultivo de la libertad. Eso es lo único en que nuestros representantes deberían pensar en tanto funcionarios públicos; el tema del sentindo de la vida es estríctamente nuestro asunto, no el suyo. Zapatero a tus zapatos.
“Pero ¿Debe el Estado invadir las almas de sus ciudadanos?”
K.A. APPIAH
Gonzalo Gamio Gehri
El mensaje del presidente Alan García nos ha parecido repetitivo y monótono. Pobre en anuncios, pero abundante en palabras y en cifras (que tendrían que verificarse). Temas básicos para el fortalecimiento de la democracia en el país fueron omitidos. Hace tiempo que el discurso de García ha dejado la retórica antiimperialista y ha abrazado el vocabulario y la impronta conservadora: neoliberal en economía, antiliberal en política. Uno de los tantos signos de esta nueva prédica podemos reconocerlo claramente en su entusiasta alegato a favor de una necesaria “reforma del alma” en cada uno de los peruanos. Quisiera compartir mis opiniones personales sobre este tema.
Sorprende esta invocación existencial, a la luz del record del primer gobierno de García en el tema de la ética pública: copamiento del Estado, problemas de corrupción de funcionarios, etc. De todos modos, García ha asumido desde la campaña electoral del 2006 el discurso de un individuo redimido, por lo menos en lo ideológico. Si no fuera por sus continuas alusiones al catolicismo de tipo tradicionalista que hoy dice profesar, uno podría detectar en sus intervenciones públicas la típica retórica del Nacido Dos Veces habitual en algunos sectores políticos del protestantismo norteamericano (piénsese en el propio George W. Bush). Pero no, toda ese talante antiliberal acerca de la primacía de los deberes sobre los derechos viene desde otra orilla religiosa (podemos adivinar su fuente de inspiración, por lo menos en el gabinete).
¿Tiene esa prédica moralizante un origen religioso? Difícil precisarlo. No obstante, el Presidente sabe de sobra que el Perú es un país habitado por creyentes de diversas religiones (y por no creyentes también). Él mismo ha tenido el gesto – en anteriores oportunidades – de asistir al llamado “Te Deum Evangélico”, como una muestra de, digamos, “vocación ecuménica” (¿o quizá será una muestra más de “populismo”? No lo sabemos). El caso es que, siendo el Perú un Estado Laico y una sociedad multiconfesional, el Presidente no puede incorporar explícitamente un contenido particular religioso en un discurso político programático. Gobierna para todos los peruanos, y no sólo para quienes suscriben sus convicciones religiosas personales. Eso también lo sabemos quienes somos creyentes en el ámbito religioso, pero apreciamos el pluralismo y la democracia.
No sé hasta dónde llegue la cultura clásica, de Alan García, pero la expresión “reforma del alma” tiene una connotación estrictamente moral, proveniente de la filosofía de los griegos (puede ser que esta impronta llegue al Presidente a través del ‘neotomismo’ que suscriben algunos de sus colaboradores cercanos, pero eso tampoco podría asegurarlo). Platón, Aristóteles y los estoicos – cada uno a su manera – identifican la “conducción del alma” con el cultivo de las virtudes. Reformar el alma equivale – por lo menos en un sentido – a educar el carácter y el juicio y orientarlos al bien. Hay que decir que, si esta era la intención de García, ello traduce un deseo excelente, pero que excede la función pública de la Presidencia de la República. En primer lugar, porque la tarea de la forja de la conducción ética de la vida corresponde al agente mismo y a sus comunidades básicas, espacios de reflexión y práctica que se sitúan fuera del Estado mismo: familias, escuelas, vecindarios, parroquias, etc. En esas comunidades los individuos adquieren (o no) las habilidades y formas de discernimiento libre que pueden llevarlos a la práctica de las virtudes. En segundo lugar, porque en una sociedad compleja como la nuestra (multicultural, multiconfesional) no existe un único modo de definir la vida buena buena –expresada en un unitario y monolítico catálogo de virtudes -, y no compete al Estado definir cuál es la correcta o la mejor (me anticipo a señalar claramente que – como he argumentado en varios artículos y en un libro sobre el tema, Racionalidad y conflicto ético - nada de esto es “relativismo”; creo que la discusión racional sobre la vida buena es enormemente fructífera para las personas y las comunidades, y estoy convencido que hay concepciones de la vida buena que son mejores y más razonables que otras: lo único que quiero decir es que no le corresponde al Estado llevar y dirimir estos debates).
El Estado sólo puede exigir a sus ciudadanos que cumplan con la ley y con los principios procedimentales de la justicia, que cumplan con una “ética universal mínima” basada en el respeto de la dignidad del otro y de sus Derechos Fundamentales). Ni siquiera puede exigirle a los ciudadanos el ejercicio de las virtudes políticas, asociadas con la participación activa en los espacios públicos del sistema político y la sociedad civil – quien me conozca, sabe de mi particular entusiasmo por el ethos del ciudadano comprometido, proveniente de mi herencia intelectual aristotélica y hegeliana -. Estoy convencido que la praxis cívica haría de nuestra sociedad una comunidad política democrática e inclusiva, pero el ciudadano tiene derecho a no intervenir en la cosa pública, si así lo prefiere. Sólo el cumplimiento de esa ética universal mínima (Derechos Humanos y justicia, cuestiones de moral pública) es vinculante, y puede ser materia de exigencia absoluta de parte del Estado: su cumplimiento garantiza la convivencia social, así como la estabilidad de las instituciones. El ejercicio de las virtudes queda bajo la jurisdicción de los propios agentes y de las comunidades básicas que habitan (en las que han elegido permanecer); es un asunto extraestatal (de enorme importancia para los individuos, ciertamente).
Aquí salta la contradicción. Decimos que el Estado y sus autoridades sólo pueden exigir de sus funcionarios y de todos los ciudadanos el cumplimiento de los principios de la ética universal mínima. Sin embargo, el silencio del discurso presidencial en materia de políticas públicas en Derechos Humanos y lucha anticorrupción ha sido evidente y penoso. El tema de la justicia redistributiva ha sido tocado con una delicadeza cortesana. La innoble alianza con el fujimorismo para lograr la Presidencia del Congreso (¿A qué precio?) con visita incluida del ministro del interior al reo Fujimori (¿Para negociar qué?) muestra que el item “moral pública” parece no ser necesariamente una prioridad para este gobierno. El mensaje del 28 no dice una sóla palabra sobre la masacre de Putis o sobre las recomendaciones de la CVR. Ninguna propuesta para el control ciudadano de la gestión de los funcionarios públicos. Esos sí son temas de “reforma ética” que competen al Estado, y que el Ejecutivo y el Legislativo tendrían que considerar con especial dedicación y esmero. Toda esa alusión presidencial a la “reforma del alma” – desconectada de las problemas de Derechos Humanos, justicia social y moral pública – deviene en pura demagogia y en menas “buenas intenciones”, en el mejor de los casos, pues escapan al ámbito de su trabajo. Hay que aconsejarle al presidente que deje el tema de la virtud en manos de los ciudadanos: la vida buena es un asunto primordial para nosotros, cuya reflexión y práctica nos concierne sólo a nosotros como agentes autónomos, capaces de discernir y elegir conscientemente cómo orientar la vida. No necesitamos tener un "tutor" en Palacio de Gobierno: somos ciudadanos, no súbditos. Al Estado le compete velar por la protección de las personas y sus Derechos Básicos vinculados al bienestar, la justicia y el cultivo de la libertad. Eso es lo único en que nuestros representantes deberían pensar en tanto funcionarios públicos; el tema del sentindo de la vida es estríctamente nuestro asunto, no el suyo. Zapatero a tus zapatos.
(REFLEXIONES SOBRE UN ARTÍCULO DE WILFREDO ARDITO)
Gonzalo Gamio Gehri
Hace unos días, Wilfredo Ardito publicó en La República el artículo Putis y los mitos tranquilizadores, un texto en el que pone de manifiesto las medias verdades – cuando no las falsedades manifiestas – con las que el “Perú oficial” – fundamentalmente hispanohablante, criollo y urbano – ha intentado rehuir su responsabilidad moral, política e incluso penal frente a los hechos de violencia que padeció el país en los años del conflicto armado interno. Ardito desbarata una serie de mitos acerca del “desconocimiento” de la población frente a la escalada de la violencia terrorista y represiva antes del atentado de Tarata, y cuestiona sin reparos el supuesto de la presunta “caballerosidad” y el “talante democrático” del régimen de Fernando Belaúnde en materia de Derechos Humanos. El autor argumenta con agudeza y con una contundencia implacable. Sabe que está desmantelando elementos centrales de la “historia oficial” que los gobiernos peruanos han compuesto, esa misma historia que la CVR ha conseguido desenmascarar. Es sabido que la vocación desmitificadora que ha caracterizado al Informe Final de la CVR ha provocado los ataques de enconados enemigos de la memoria crítica de la violencia, censores provenientes de la “clase política”, así como representantes de otros sectores particularmente poderosos e influyentes en nuestra sociedad: una parte significativa de la Fuerza Armada, toda la prensa fujimorista, el sector del empresariado más cavernario y el ala conservadora de la Iglesia Católica.
Ardito muestra claramente que tal "ignorancia" frente a las desapariciones y los asesinatos perpetrados en el interior del país constituye literalmente una 'leyenda urbana'; la prensa informaba acerca de lo que ocurría en el Perú altoandino y amazónico. La población conoció la decisión que tomó el gobierno democrático constituido en materia de lucha contrasubversiva, que se materializó en la creación de los comandos político-militares en las zonas de emergencia. La CVR sindica esa determinación como una penosa abdicación de las funciones de las autoridades de la recién recuperada democracia a favor de la Fuerza Armada, que pasó a administrar el poder en esos territorios. En ese contexto, la tortura pasó de ser un delito de lesa humanidad a convertirse en un mero "delito de función", una falta castigada con unos días en el calabozo. En estas circunstancias, el poder civil se convirtió en cómplice de tales abusos, al dejar en otras manos la tarea de la pacificación, y al guardar silencio frente a las denuncias por violaciones de los Derechos Humanos. Ardito nos recuerda cómo el propio presidente Belaúnde desestimaba tales denuncias, sin examinarlas siquiera: “La misma Amnistía Internacional escribió muchas cartas a Belaunde y él se jactaba de arrojarlas a la basura y mantener su respaldo a los militares. Para que no quedara duda, en 1984, el Parlamento, dominado por Acción Popular y el PPC, aprobó la Ley 24150, que estableció la amnistía frente a los crímenes cometidos hasta entonces.”
Pero probablemente el mito mayor que esfuerzos como el de Ardito contribuyen a desterrar es aquel que sostiene que las Fuerzas Armadas cometieron “excesos” (y no violaciones de Derechos Humanos) al usar la violencia contra la población indígena y campesina; para algunos periodistas y políticos cercanos a los militares, estos 'errores' constituyen "hechos aislados" motivados por la tensión provocada por el conflicto, y al hecho de que actuaban bajo la convicción de que combatían a un enemigo que se ocultaba entre la población civil. En este punto los análisis de Ardito convergen con la tesis del Informe Final de la CVR, según la cual “en ciertos períodos y lugares”, las fuerzas del orden incurrieron en “una práctica sistemática o generalizada de Violaciones de los Derechos Humanos” (tomo I, p. 30). Si bien en otros episodios del conflicto el ejército y la policía defendieron heroicamente a la población y al Estado peruano contra la insania terrorista, resulta evidente que la práctica de la tortura y la desaparición forzada fue sistemática y deliberada en contextos precisos. Las ejecuciones extrajudiciales constituyeron parte de la estrategia de algunos mandos militares. Lo ocurrido Putis es un terrible ejemplo de ello. “Esta masacre permite” – afirma Ardito - “desmentir otros mitos que subsisten en relación con el conflicto armado. La crueldad y premeditación con que fue cometida deja sin piso la reiterada referencia limeña a "la época del terrorismo", como si solamente un bando del conflicto hubiera actuado contra la población civil. También es imposible seguir afirmando que los crímenes cometidos por militares o policías eran hechos aislados, debidos a problemas psicológicos individuales. En realidad, al menos entre 1983 y 1985, las masacres de campesinos tenían un carácter intencional y sistemático.” Hasta hoy no contamos con un pronunciamiento oficial del ejército peruano y del ministerio de defensa sobre la existencia de estas fosas clandestinas.
Los periodistas más cínicos – pertenecientes a ya sabemos a qué prensa pertenecen – sostienen sobre situaciones como esta otro macabro mito, a saber, que muertes como las de los pobladores de Putis – asesinados después de cavar sus propias tumbas, con el fin de despojarlos de su ganado – constituyen el “costo social”, o los “daños colaterales” de una lucha a muerte contra la subversión. Un precio a pagar por el éxito de la pacificación. Pretenden insinuar que Putis fue necesario para vencer a Sendero Luminoso. Ese argumento es falso, además de éticamente deleznable. No existe conexión causal alguna entre la "guerra sucia" y el triunfo del Estado en el combate contra el terrorismo. Sendero fue derrotado por el cambio de estrategia que se implementó a partir de 1989, giro que propició la formación del GEIN que capturó a Guzmán. Los defensores chapuceros de la Realpolitik (auténticos discípulos de Montesinos, pues para ellos "la razón de Estado" justifica el crímen") no revelan con esta actitud condescendiente con el crimen otra cosa que su desprecio por la vida de quienes fueron precisamente los peruanos más indefensos en la etapa del conflicto armado interno - indígenas, comuneros, campesinos, habitantes del ande y de la selva -, compatriotas que sufrieron el embate de dos fuegos en medio de la indiferencia del Estado y de la ceguera voluntaria de no pocos ciudadanos. Ellos fueron tratados - como indica amargamente Primitivo Quispe - como miembros de "pueblos ajenos dentro del Perú". La deuda moral que el país tiene con ellos es incalculable. Tomarla en serio empieza por desmantelar los mitos que tienden a encubrir o a soslayar nuestra responsabilidad como ciudadanos frente a ese dolor (que debería ser también el nuestro). La renuencia de los políticos y de los medios de comunicación a tratar directamente el tema de las fosas de Putis y a prestarle la atención que se merece ponen de manifiesto que la indolencia y la vocación por el silencio son actitudes que permanecen vigentes, a pesar del paso de los años.
Gonzalo Gamio Gehri
Hace unos días, Wilfredo Ardito publicó en La República el artículo Putis y los mitos tranquilizadores, un texto en el que pone de manifiesto las medias verdades – cuando no las falsedades manifiestas – con las que el “Perú oficial” – fundamentalmente hispanohablante, criollo y urbano – ha intentado rehuir su responsabilidad moral, política e incluso penal frente a los hechos de violencia que padeció el país en los años del conflicto armado interno. Ardito desbarata una serie de mitos acerca del “desconocimiento” de la población frente a la escalada de la violencia terrorista y represiva antes del atentado de Tarata, y cuestiona sin reparos el supuesto de la presunta “caballerosidad” y el “talante democrático” del régimen de Fernando Belaúnde en materia de Derechos Humanos. El autor argumenta con agudeza y con una contundencia implacable. Sabe que está desmantelando elementos centrales de la “historia oficial” que los gobiernos peruanos han compuesto, esa misma historia que la CVR ha conseguido desenmascarar. Es sabido que la vocación desmitificadora que ha caracterizado al Informe Final de la CVR ha provocado los ataques de enconados enemigos de la memoria crítica de la violencia, censores provenientes de la “clase política”, así como representantes de otros sectores particularmente poderosos e influyentes en nuestra sociedad: una parte significativa de la Fuerza Armada, toda la prensa fujimorista, el sector del empresariado más cavernario y el ala conservadora de la Iglesia Católica.
Ardito muestra claramente que tal "ignorancia" frente a las desapariciones y los asesinatos perpetrados en el interior del país constituye literalmente una 'leyenda urbana'; la prensa informaba acerca de lo que ocurría en el Perú altoandino y amazónico. La población conoció la decisión que tomó el gobierno democrático constituido en materia de lucha contrasubversiva, que se materializó en la creación de los comandos político-militares en las zonas de emergencia. La CVR sindica esa determinación como una penosa abdicación de las funciones de las autoridades de la recién recuperada democracia a favor de la Fuerza Armada, que pasó a administrar el poder en esos territorios. En ese contexto, la tortura pasó de ser un delito de lesa humanidad a convertirse en un mero "delito de función", una falta castigada con unos días en el calabozo. En estas circunstancias, el poder civil se convirtió en cómplice de tales abusos, al dejar en otras manos la tarea de la pacificación, y al guardar silencio frente a las denuncias por violaciones de los Derechos Humanos. Ardito nos recuerda cómo el propio presidente Belaúnde desestimaba tales denuncias, sin examinarlas siquiera: “La misma Amnistía Internacional escribió muchas cartas a Belaunde y él se jactaba de arrojarlas a la basura y mantener su respaldo a los militares. Para que no quedara duda, en 1984, el Parlamento, dominado por Acción Popular y el PPC, aprobó la Ley 24150, que estableció la amnistía frente a los crímenes cometidos hasta entonces.”
Pero probablemente el mito mayor que esfuerzos como el de Ardito contribuyen a desterrar es aquel que sostiene que las Fuerzas Armadas cometieron “excesos” (y no violaciones de Derechos Humanos) al usar la violencia contra la población indígena y campesina; para algunos periodistas y políticos cercanos a los militares, estos 'errores' constituyen "hechos aislados" motivados por la tensión provocada por el conflicto, y al hecho de que actuaban bajo la convicción de que combatían a un enemigo que se ocultaba entre la población civil. En este punto los análisis de Ardito convergen con la tesis del Informe Final de la CVR, según la cual “en ciertos períodos y lugares”, las fuerzas del orden incurrieron en “una práctica sistemática o generalizada de Violaciones de los Derechos Humanos” (tomo I, p. 30). Si bien en otros episodios del conflicto el ejército y la policía defendieron heroicamente a la población y al Estado peruano contra la insania terrorista, resulta evidente que la práctica de la tortura y la desaparición forzada fue sistemática y deliberada en contextos precisos. Las ejecuciones extrajudiciales constituyeron parte de la estrategia de algunos mandos militares. Lo ocurrido Putis es un terrible ejemplo de ello. “Esta masacre permite” – afirma Ardito - “desmentir otros mitos que subsisten en relación con el conflicto armado. La crueldad y premeditación con que fue cometida deja sin piso la reiterada referencia limeña a "la época del terrorismo", como si solamente un bando del conflicto hubiera actuado contra la población civil. También es imposible seguir afirmando que los crímenes cometidos por militares o policías eran hechos aislados, debidos a problemas psicológicos individuales. En realidad, al menos entre 1983 y 1985, las masacres de campesinos tenían un carácter intencional y sistemático.” Hasta hoy no contamos con un pronunciamiento oficial del ejército peruano y del ministerio de defensa sobre la existencia de estas fosas clandestinas.
Los periodistas más cínicos – pertenecientes a ya sabemos a qué prensa pertenecen – sostienen sobre situaciones como esta otro macabro mito, a saber, que muertes como las de los pobladores de Putis – asesinados después de cavar sus propias tumbas, con el fin de despojarlos de su ganado – constituyen el “costo social”, o los “daños colaterales” de una lucha a muerte contra la subversión. Un precio a pagar por el éxito de la pacificación. Pretenden insinuar que Putis fue necesario para vencer a Sendero Luminoso. Ese argumento es falso, además de éticamente deleznable. No existe conexión causal alguna entre la "guerra sucia" y el triunfo del Estado en el combate contra el terrorismo. Sendero fue derrotado por el cambio de estrategia que se implementó a partir de 1989, giro que propició la formación del GEIN que capturó a Guzmán. Los defensores chapuceros de la Realpolitik (auténticos discípulos de Montesinos, pues para ellos "la razón de Estado" justifica el crímen") no revelan con esta actitud condescendiente con el crimen otra cosa que su desprecio por la vida de quienes fueron precisamente los peruanos más indefensos en la etapa del conflicto armado interno - indígenas, comuneros, campesinos, habitantes del ande y de la selva -, compatriotas que sufrieron el embate de dos fuegos en medio de la indiferencia del Estado y de la ceguera voluntaria de no pocos ciudadanos. Ellos fueron tratados - como indica amargamente Primitivo Quispe - como miembros de "pueblos ajenos dentro del Perú". La deuda moral que el país tiene con ellos es incalculable. Tomarla en serio empieza por desmantelar los mitos que tienden a encubrir o a soslayar nuestra responsabilidad como ciudadanos frente a ese dolor (que debería ser también el nuestro). La renuencia de los políticos y de los medios de comunicación a tratar directamente el tema de las fosas de Putis y a prestarle la atención que se merece ponen de manifiesto que la indolencia y la vocación por el silencio son actitudes que permanecen vigentes, a pesar del paso de los años.
Una recusación a La sociedad multiétnica de Giovanni Sartori
Arturo Caballero
Migrantes, extraños y desintegrados
Pero el punto más cuestionable de la tesis de Sartori tiene que ver con los inmigrantes a los que califica como "extraños": "El inmigrante es, pues, distinto respecto a los distintos de casa, a los distintos a los que estamos acostumbrados, porque es un extraño distinto (…) En resumen, que el inmigrado posee (…) un plus de diversidad, un extra o un exceso de alteridad" (107). De entrada, sitúa a los inmigrantes en una posición de amenaza potencial per se contra la sociedad que los acoge. Tal extrañeza la atribuye a determinadas diferencias radicales (religión y etnia) respecto a otras superables (lengua y costumbres). Entonces, habría algunos más y otros menos distintos. Curiosa distinción la de Sartori: "una política de inmigración (…) que no sabe o que no quiere distinguir entre las distintas extrañezas es una política equivocada destinada al fracaso". Pero ¿acaso no existe extrañeza entre europeos y, sin ir muy lejos, al interior de sus naciones? El ex candidato a la presidencia en Francia, Jean Marie Le Pen, manifestó no sentirse representado por su selección de fútbol en alusión a la cantidad de jugadores de raza negra. Antes del partido por la final de la Eurocopa 2008, catalanes y vascos hinchaban por el equipo rival de España. Los migrantes de Europa Oriental son un poco más reconocidos que los africanos, árabes o latinoamericanos, pero solo un poco porque también representan una buena parte de la mano de obra barata que realiza los trabajos que la mayoría de europeos occidentales no quiere realizar. Antes del milagro económico español, era común el adagio "África comienza al otro lado de los Pirineos", lo cual evidencia que la aceptación de que España y Portugal son tan europeas como el resto de naciones es reciente.
Cuando evalúa las causas de la migración europea hacia América, las justifica en tanto Europa exportaba migrantes hacia tierras despobladas y acogedoras en momentos que la explosión demográfica generaba una gran crisis. A ello cabría agregar las oleadas de refugiados por las guerras mundiales y la persecución a los judíos. Pero al analizar la migración hacia Europa concluye que las causas principales radican en la riqueza de las naciones europeas —es decir, los migrantes del Tercer Mundo llegan a Europa "como moscas a la miel" seducidos por la bonanza económica— y por la desidia de los europeos ante trabajos de menor jerarquía, los cuales son asumidos en gran parte por los migrantes. De esto se desprende que los europeos llegaron a un continente americano pobre, pero abundante en oportunidades, mientras que los migrantes actuales llegan a un continente rico pero escaso de oportunidades. Lo que olvida mencionar es el estado de devastación en que las antiguas potencias dejaron a sus colonias. Salvo las naciones integrantes de la Commonwealth, después de obtener la independencia, las naciones descolonizadas se debatieron en luchas intestinas por el poder entre caudillos que eran alentados según los intereses de la antigua metrópoli colonialista. Tampoco dice que las empresas transnacionales instaladas en los países subdesarrollados difícilmente aseguran el bienestar económico de la población local. (Las empresas europeas que extraen pescado del lago Victoria en África centroriental proveen ingentes cantidades de este alimento a los mercados europeos; sin embargo, el panorama alrededor de ellas es desolador: miseria, hambre y explotación). Ni de los regímenes totalitarios apoyados por gobiernos que perpetúan su influencia mediante el dictador de turno.
Dentro de este panorama nada auspicioso, es lógico que la migración no solo sea una vía para lograr una calidad de vida mejor, sino, sobre todo, una lucha por la supervivencia; en este caso, el término "migración" es un eufemismo de "huida" o "salvación". En resumidas cuentas, tanto los europeos como los africanos y latinoamericanos migraron porque en sus tierras de origen no existían posibilidades de desarrollo: muy aparte de que el lugar de destino fuera próspero o miserable, la invasión del paraíso ajeno resultaba mejor que la conservación del infierno propio.
Respecto a la cesión de ciudadanía a los inmigrantes, opina que no garantiza en absoluto su integración a la sociedad que los acoge. Y en vista que los conflictos culturales tienden a agravarse en Europa debido a que los inmigrantes insisten en conservar sus costumbres, muchas de las cuales entran en conflicto con la sociedad occidental, propone que se restrinja la ciudadanía europea a los inmigrantes a condición de que se integren. Aunque no lo dice abiertamente, de este planteamiento se deduce que la integración de los inmigrantes pasa por renunciar a manifestaciones culturales consideradas conflictivas: "… el hecho es que la integración se produce sólo a condición de que los que se integran la acepten y la consideren deseable. Si no, no. La verdad banal es, entonces, que la integración se produce entre integrables y, por consiguiente, que la ciudadanía concedida a inmigrantes inintegrables no lleva a integración sino a desintegración" (114). El temor de Sartori es que los inmigrantes se conviertan en ciudadanos diferenciados debido a que no se sienten obligados a integrarse pese a que fueron beneficiados por la ciudadanía. Cita como ejemplo a los latinos que prefieren votar por sus similares durante las elecciones e interpreta esto como una señal de resistencia a la integración, en contraste a los italianos que "se integraron a la perfección" (115).
A continuación, mis observaciones. En primer lugar, define la integrabilidad según el grado de retribución del inmigrado para con la sociedad que le otorga ciudadanía; de ello se implica que esta es para Sartori una especie de bendición para el inmigrante o letra en blanco mediante la cual empeña su identidad a cambio de determinadas ventajas administrativas, civiles, políticas pero no culturales. Con ello, contradice su argumentación a favor de los derechos del ciudadano frente a la sujeción de los súbditos y los privilegios de las élites. Tal como lo expone en sus ejemplos, la ciudadanía no aparece como un derecho consustancial al ser humano, sino como un favor que determinados estados-nación otorgan a los migrantes, a los "extraños" para que sean menos raros a los ojos de los locales. Los migrantes deberían entonces sentirse agradecidos y no pecar de ingratos, puesto que adquirieron el privilegio de "ser europeos". El error en su razonamiento es que, paradójicamente, convierte a la ciudadanía en un privilegio que los europeos otorgan a los migrantes, deslegitimando su propia argumentación de la ciudadanía como derecho.
Sin embargo, en segundo lugar, lo más grave es que siendo un intelectual de la izquierda liberal no contemple en absoluto la noción de ciudadanía universal, un proyecto que la izquierda democrática contemporánea no debe soslayar y que, de hecho, diversos académicos, intelectuales y activistas sociales están esforzándose por consolidar para sacar del marasmo a aquella izquierda anquilosada en el nacionalismo confrontacional, en la teoría cultural o en las excesivas concesiones a la globalización de tinte neoliberal.
En tercer lugar, los ejemplos que utiliza para fustigar la resistencia a la integración son bastante cuestionables. Si bien la adquisición de la ciudadanía no garantiza la integración del migrante, tampoco garantiza su reconocimiento de parte de la sociedad muy aparte de formalidades administrativas como poseer una cédula de identidad o un pasaporte. ¿Acaso la libre asociación por afinidades espontáneas no es un postulado del liberalismo político? A gran parte de los inmigrantes latinos, africanos o árabes no les queda otra opción que asociarse entre sus similares al interior de una sociedad que los discrimina con o sin ciudadanía y frente a un gobierno como el actual en los Estados Unidos que pretende solucionar la inmigración ilegal con un muro de contención. El error consecuente de la apreciación que expone sobre los latinos es la generalización con la que los trata, es decir, como un bloque que rechaza la integración a la sociedad norteamericana y no como la estrategia de un sector de los inmigrantes que no ha obtenido la ciudadanía cultural a pesar que sus documentos digan que es estadounidense o ciudadano comunitario. Por otro lado, Sartori pierde de vista la responsabilidad de las erradas políticas gubernamentales para enfrentar el problema migratorio. El gobierno de los Estados Unidos bajo la administración Bush ha promovido la paranoia entre los ciudadanos por el tema de la seguridad nacional después del 11 de septiembre, a tal punto que los extranjeros más "extraños" por la raza, lengua, costumbres y religión son considerados una potencial amenaza. Esta situación diluye la dicotomía entre extrañezas superables y radicales expuestas por el autor: al final el extraño será siempre una amenaza si se lo aprecia con los ojos de quien ve a un alien. ¿Cómo espera entonces Sartori que reaccione un latinoamericano si en Estados Unidos o en Europa lo tratan como ciudadano de segunda clase?
El cuarto error, en relación con lo anterior, es que el connotado politólogo italiano confunde ciudadanía con nacionalidad. Por ello, no me extrañaría que los parlamentarios europeos hayan leído a Sartori antes de aprobar la criminalización de la inmigración, ya que plantear que Europa cierre la inmigración y exija a los inmigrantes que se integren sí o sí —sin tomar en cuenta los obstáculos existentes desde la sociedad occidental que se ve a sí misma como el único centro— es una medida tan arbitraria como la resolución del parlamento europeo. Esta propuesta que salvaguarda los intereses europeos sí es realmente arbitraria porque exige como condición para otorgar ciudadanía la renuncia a la identidad cultural propia sí esta es conflictiva (¿podemos meter en un mismo saco el velo islámico y la muerte por apedreamiento a las adúlteras?). Lo otorgado en el análisis de Sartori no es la ciudadanía, sino la nacionalidad, es decir, la documentación necesaria que sustenta la pertenencia a determinado estado-nación con los consecuentes deberes y derechos contemplados para tales ciudadanos. En cambio, la ciudadanía es una categoría mucho más amplia que la nacionalidad, sobre todo en un contexto de globalización como el actual en el que los estados-nación se encuentran en crisis y las fronteras económicas y culturales se derrumban. Tal amplitud provee al ser humano de una ciudadanía global cuyos antecedentes más importantes son la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano en 1789 en el marco de la Revolución Francesa y la Declaración universal de los derechos humanos aprobada por las Naciones Unidas en 1948. Por lo tanto, la ciudadanía no se puede otorgar como quien emite un pasaporte porque ya es un derecho humano universal. No obstante, sorprende que un liberal de izquierda como dice ser Sartori desconozca que la universalidad de los derechos humanos fue una reivindicación liberal.
Si su análisis sobre el problema migratorio en Europa era en mucho censurable, su explicación sobre las causales del racismo se llevan el premio mayor. Luego de concluir que de la ciudadanía no se deriva la integración, afirma que si se concede el derecho de voto a los más extraños "este servirá, con toda probabilidad, para hacerles intocables en las aceras, para imponer sus fiestas religiosas (el viernes) e, incluso (son problemas en ebullición en Francia), el chador a las mujeres, la poligamia y la ablación del clítoris" (118). Sartori teme que los inmigrantes islámicos adquieran las libertades políticas y civiles que les permitan amurallarse contra cualquier acción en contra de sus costumbres a pesar de que estas sean conflictivas para los europeos. Tiene la certeza de que los problemas sociales generados por los inmigrantes vienen de los ilegales y de los legalmente instalados, pero no dice un ápice sobre los skin heads neonazis y los partidos de ultraderecha que alientan una confrontación directa contra los inmigrantes. ¿Acaso los cientos de casos de ataques contra inmigrantes fueron precedidos por la pregunta acerca de la situación legal de la víctima? Los racistas y xenófobos no distinguen documentos, sino colores de piel y afinidades culturales (lengua, religión, costumbres, etc.) Gozar de la ciudadanía francesa o comunitaria no le garantiza inmunidad a un africano, latinoamericano o árabe contra agresiones vedadas o directas. De esta manera, pierde de vista la agresión proveniente desde los sectores más radicales de la sociedad europea, pero a la vez, resalta solo los perjuicios —justificados muchos de ellos— generados por los inmigrantes ilegales, lo cual es muestra de un pensamiento jerárquico imperante que se autoconsidera central sin contemplar la posibilidad de que en otros contextos es periférico.
De las afirmaciones de Sartori, se infiere que las causas del racismo ¡la tienen las víctimas! porque habrían excedido los límites cuantitativos requeridos para una convivencia armónica.
"Una población foránea del 10 por ciento resulta una cantidad que se puede acoger; del 20 por ciento, probablemente no; y si fuera del 30 por ciento es casi seguro que habría una fuerte resistencia frente a ella. ¿Resistirla sería "racismo"? Admitido (pero no concedido) que lo sea, pero entonces la culpa de este racismo es del que lo ha creado" (121).
Y más adelante agrega: "el verdadero racismo es el de quien provoca el racismo" (122).
Nuevamente, Sartori deja algunos vacíos sin explicar. ¿Qué se entiende por resistencia? ¿Cómo resistir? ¿Contra quién? Indignarse por la delincuencia generada por los inmigrantes ilegales y por lo tanto resistirse a su permanencia no es el mismo tipo de resistencia que oponen ciertas discotecas limeñas para evitar el ingreso de algunas personas o la de aquel desadaptado que golpeó a patadas a una inmigrante ecuatoriana en el metro de Madrid o la de pandillas de skin heads contra estudiantes turcos en Alemania. Existen, pues resistencias y resistencias. Y aunque expresa que se refiere a la inmigración ilegal, su argumentación falla en el sentido de que en la práctica —como lo señalé líneas arriba— los discriminadores actúan sin tomar en cuenta la documentación del migrante. El rechazo hacia la delincuencia sectorizada en los inmigrantes ilegales tiene como agravante el que sean "extraños" racial o culturalmente. Lo que Sartori no analiza es que el desprecio racial o cultural hacia los inmigrantes legales se extiende en España, Francia, Alemania y Rusia. Entonces, siguiendo su razonamiento ¿Estos inmigrantes formales también tienen la culpa del racismo?
El resto es silencio…
A lo largo de todo el ensayo, no hay alusión alguna la interculturalidad como posible vía de solución a los conflictos derivados del multiculturalismo. Sartori entiende la integración como absorción y abandono, mas no como mutuo enriquecimiento entre las partes antagónicas. El autor de La sociedad multiétnica se encuentra en las antípodas del multiculturalismo, pero sus planteamientos no resuelven el problema, ya que sataniza a todas las reivindicaciones culturales por igual y agrupa a todos los inmigrantes en una misma categoría: los "extraños".
Cuando el Parlamento Europeo (y Sartori) acepten que la ciudadanía no es (o no debería ser) un privilegio otorgado mediante un pasaporte, sino un derecho humano global, cambiará su perspectiva respecto a los "extraños" que llegan al Viejo Mundo. La libre circulación no debe restringirse solo al comercio de productos, sino, también, a los seres humanos, por supuesto, respetando las normas internacionales vigentes. En este punto, Evo Morales estuvo muy acertado al declarar, en la reciente cumbre ALC-UE, que la prioridad era discutir el libre tránsito de seres humanos por el mundo antes que la premura por firmar tratados de libre comercio. Y el tiempo le dio la razón: Europa propinó un cachetazo a Latinoamérica al criminalizar la inmigración ilegal con la "directiva de retorno", es decir, convertir una infracción administrativa en un delito penal.
Finalmente, con este ensayo, Sartori nos deja un análisis bien sustentado de los perjuicios del multiculturalismo fragmentario, pero muchas ideas sueltas y cuestionables en torno a la inmigración y el racismo. Por mi parte, encuentro mayores respuestas a estas interrogantes en los planteamientos de la ética intercultural, la cual puede servir de mucho al liberalismo para establecer nexos con aquellas culturas que poseen una visión distinta de la libertad y del progreso, pero sin verse a sí mismo como la ideología del saber superior y reconociendo que cada cultura tiene el derecho de construir su propio liberalismo.
El sábado 19 de julio a las 5.00 pm tendrá lugar la conferencia "El Perú y el Derecho a la preservación de la memoria histórica" a cargo de Víctor Guevara Pezo, miembro del Círculo de Estudios Políticos y Sociales CIREPS.
Como viene siendo habitual, esta exposición se realizará en las instalaciones de la Asociación Civil TRANSPARENCIA en la av. Belén 389 San Isidro.
Agradecemos su asistencia y la difusión de este mensaje.
Como viene siendo habitual, esta exposición se realizará en las instalaciones de la Asociación Civil TRANSPARENCIA en la av. Belén 389 San Isidro.
Agradecemos su asistencia y la difusión de este mensaje.
¿Qué puede hacer la literatura con nosotros? Este es el tema que me gustaría discutir aquí, hoy. Hace un par de días, me tocó dar una conferencia en el Círculo de Estudios Sociales y Políticos, una asociación dedicada a la reflexión crítica sobre temas de democracia, ética cívica y liberalismo político – yo diría que se trata de una institución que está entregada a un noble y bello propósito: purificar conceptualmente el pensamiento liberal del vulgar “catecismo del mercado” predicado por los Chicago boys, recuperando las fuentes filosóficas y morales del liberalismo en la obra de Locke, Tocqueville, Smith (el de la Teoría de los sentimientos morales), Berlin y Rawls. Esta clase de investigación permite establecer un contraste entre esta venerable tradición filosófica liberal y el fundamentalismo de Hayek y Von Misses. En aquella oportunidad me concentré en resumir y discutir el tema principal de la Lección Inaugural del año académico en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya, El cultivo de las Humanidades y la construcción de la ciudadanía, que expuse hace dos semanas. La idea fundamental de mi exposición era que el cuidado de las 'Letras' – la filosofía, la historia, y particularmente la literatura – contribuyen a fortalecer y refinar nuestro sensum humanitatis (nuestro “sentido de humanidad”) a partir de una aproximación reflexiva a los contextos y conflictos propios de la singularidad humana. Mientras el pensamiento económico y el razonamiento jurídico pueden tender a abstraer a los individuos de sus atributos sustanciales y a arrancarlos de sus mundos vitales (convirtiéndolos en “electores racionales” que sopesan “costos y beneficios”, o en las “partes” del “contrato social”), la reflexión literaria procura retratarlos como seres situados y relacionales, personas de carne y hueso, que piensan y sienten, dudan y actúan en escenarios en los que no han elegido vivir. La literatura ofrece un material preciso a la deliberación moral. Como se recordará, Iris Murdoch y Martha Nussbaum han desarrollado persuasivos argumentos que van en esta dirección.
Creo que logré mostrar mi punto. Necesitamos una ética de la compasión y un sentido de la injusticia que nos permita percibir al otro – incluso el que no comparte nuestro origen, cultura, credo, género o hábitos sexuales – como uno de nosotros, titular de derechos inalienables y miembro de nuestra comunidad política, si es que esta se define efectivamente como genuinamente democrática. La formación literaria contribuye con la adquisición y el cuidado de las disposiciones de juicio y carácter que hacen posible esa clase de discernimiento ético-político e imaginación empática. Me valí de un examen de Las Suplicantes de Eurípides y de Rosa Cuchillo de Oscar Colchado para ilustrar cómo podría funcionar esta polémica esis en la academia y en el espacio público. Ya en la ronda de preguntas, noté que los participantes del Círculo – en su mayoría jóvenes sumamente agudos y elocuentes – examinaban con entusiasmo estas ideas y las discutían con interés. Definitivamente, sus sugerencias y sus críticas han contribuido - como los comentarios de mis colegas de la UARM a mi conferencia original - a la reformulación del texto original.
Fue entonces cuando el fundador y mentor de la asociación se dirigió a mí. Es un notable jurista y un entrañable profesor de derecho, que ha formado generaciones enteras de abogados y jueces a lo largo de décadas en las más prestigiosas facultades universitarias del país. Había escuchado con atención mi exposición, y había seguido y aportado decisivamente en la discusión que siguió. Su intervención final, empero, me desconcertó un poco. “No olvidemos”, señaló, “que – como dice Vargas Llosa – el propósito fundamental de la literatura es la recreación”. Más allá de la alusión a nuestro más célebre novelista – debo señalar que un comentarista de este blog acaba de mostrar con los textos en la mano que este punto de vista no puede atribuírsele a Vargas Llosa (anticipo que no aludiré al juicio de este autor sobre el asunto, porque me faltan herramientas para hacerlo) – me quedé pensando qué había querido expresar realmente este experimentado maestro con esta observación.
Lo primero que pensé es que deseaba relativizar mi tesis (una estrategia perfectamente válida en los juegos dialécticos que acompañan esta clase de conferencias). Lo segundo que me vino a la mente es que, como observación histórica, su afirmación categórica - la literatura busca fundamentalmente entretener - era evidentemente falsa: La función específica de la tragedia griega, del auto sacramental cristiano o de la novela existencialista o indigenista en el siglo XX - por poner sólo unos ejemplos - no era la “recreación” (en el sentido de divertimento). Resulta difícil aceptar una aseveración tan gruesa como pauta de evaluación de la historia de la literatura, de tantas obras y tantos géneros diferentes. La literatura también ha pretendido mejorar la vida, refutar prejuicios, provocar un cambio de perspectiva sobre las cuestiones que interesan a las personas.
No se me malinterprete. No creo que exista disciplina o actividad humana a la que pueda imponérsele (menos aún desde fuera) una "meta única" (esa concepción confusa y poco consistente sólo existe en la mente de de los teólogos conservadores). Toda disciplina o actividad puede orientarse según una multiplicidad de fines, cuyo valor jerárquico es materia de discernimiento y decisión por parte del usuario o del practicante (en el caso de la literatura, el lector o el autor). No tengo nada contra el entretenimiento o el puro goce estético. Autores como Homero, Nietzsche, Goethe o el propio Vargas Llosa me han brindado horas de grata lectura a la vez que edificación intelectual. Igualmente, autores tradicionalmente tipificados como de “literatura de entretenimiento” como Conan Doyle, Pérez Reverte o Ian Fleming me han revelado no pocas intuiciones sugerentes sobre la vida humana que yo juzgo importantes para mi propio trabajo filosófico. Creo que podemos apreciar la literatura tanto por sus aportes en los procesos de resignificación moral y en las experiencias de esclarecimiento existencial como por el placer que produce una buena lectura. No obstante, no quiero perder de vista los vínculos existentes entre la imaginación literaria con el desarrollo de una ética de la compasión.
Temía que la observación de mi amigo catedrático pudiese – de modo involuntario, claro está –debilitar o banalizar mi tesis. Que la literatura pudiese contrubuir con el ejercicio de una ciudadanía inclusiva - y que pudiese contribuir con la humanixzación del derecho y la economía - me parece una tesis que merece ser defendida poderosamente, recurriendo a sólidos argumentos y a metáforas convincentes. Por ello, opté por ‘darle la vuelta’ a su propia afirmación, de modo que se pusiese al servicio de mi propia propuesta. Dije que, en efecto, la literatura busca la recreación, pero no fundamentalmente en el sentido de “recreo” sino en el de re-creación, re-construcción crítica del mundo. Esta interpretación evocaba la capacidad de la literatura de someter a examen y reformulación crítica el 'bosquejo común' de la realidad experimentada (y las posibilidades de sentido que le subyacen). El eco del romanticismo en esta tesis es evidente. La literatura contribuye al des-cubrimiento de nuevos conceptos y metáforas que permiten contemplar la vida propia y ajena de manera aguda y penetrante. La reconstrucción compleja de personajes, situaciones y conflictos nos permite ponernos en el lugar de otras vidas, reconocer la fuerza de otros argumentos y emociones, una operación que amplía nuestro mundo significativo, enriquece nuestra capacidad de juicio y percepción, y re-vela nuevos espacios y sentidos posibles para la reflexión y el compromiso cívico. La literatura exhibe de modo clarividente y plausible una realidad que puede ser conmovedora y fascinante, describe un mundo que puede suscitar nuestro asombro o puede invitarnos a su transformación política. Si además de ello este trabajo produce genuino placer estético, mejor que mejor.
Mariátegui señalaba que necesitamos "mitos" para asignarle un sentido a nuestras vidas. No estoy seguro de estar completamente de acuerdo con esa afirmación. Él creyó que en el arte y en la política podríamos encontrar estos ideales movilizadores. En efecto, en la literatura - así como en otras disciplinas y sistemas de creencias - podemos encontrar 'pequeñas narraciones' (para decirlo con Lyotard, quien nos ha prevenido acerca del potencial represivo y totalitario de los "grandes relatos") que puedan darle sentido a lo que hacemos. Sin embargo, al lado de estos relatos, requerimos la presencia del filtro de la reflexión, que purifica tales mitos de dogmatismos y confusiones. El pathos florece junto con la terapia conceptual que aporta el pensamiento. Ese trabajo crítico también lo encontramos en la literatura (y evidentemente, en la propia filosofía).
Creo que logré mostrar mi punto. Necesitamos una ética de la compasión y un sentido de la injusticia que nos permita percibir al otro – incluso el que no comparte nuestro origen, cultura, credo, género o hábitos sexuales – como uno de nosotros, titular de derechos inalienables y miembro de nuestra comunidad política, si es que esta se define efectivamente como genuinamente democrática. La formación literaria contribuye con la adquisición y el cuidado de las disposiciones de juicio y carácter que hacen posible esa clase de discernimiento ético-político e imaginación empática. Me valí de un examen de Las Suplicantes de Eurípides y de Rosa Cuchillo de Oscar Colchado para ilustrar cómo podría funcionar esta polémica esis en la academia y en el espacio público. Ya en la ronda de preguntas, noté que los participantes del Círculo – en su mayoría jóvenes sumamente agudos y elocuentes – examinaban con entusiasmo estas ideas y las discutían con interés. Definitivamente, sus sugerencias y sus críticas han contribuido - como los comentarios de mis colegas de la UARM a mi conferencia original - a la reformulación del texto original.
Fue entonces cuando el fundador y mentor de la asociación se dirigió a mí. Es un notable jurista y un entrañable profesor de derecho, que ha formado generaciones enteras de abogados y jueces a lo largo de décadas en las más prestigiosas facultades universitarias del país. Había escuchado con atención mi exposición, y había seguido y aportado decisivamente en la discusión que siguió. Su intervención final, empero, me desconcertó un poco. “No olvidemos”, señaló, “que – como dice Vargas Llosa – el propósito fundamental de la literatura es la recreación”. Más allá de la alusión a nuestro más célebre novelista – debo señalar que un comentarista de este blog acaba de mostrar con los textos en la mano que este punto de vista no puede atribuírsele a Vargas Llosa (anticipo que no aludiré al juicio de este autor sobre el asunto, porque me faltan herramientas para hacerlo) – me quedé pensando qué había querido expresar realmente este experimentado maestro con esta observación.
Lo primero que pensé es que deseaba relativizar mi tesis (una estrategia perfectamente válida en los juegos dialécticos que acompañan esta clase de conferencias). Lo segundo que me vino a la mente es que, como observación histórica, su afirmación categórica - la literatura busca fundamentalmente entretener - era evidentemente falsa: La función específica de la tragedia griega, del auto sacramental cristiano o de la novela existencialista o indigenista en el siglo XX - por poner sólo unos ejemplos - no era la “recreación” (en el sentido de divertimento). Resulta difícil aceptar una aseveración tan gruesa como pauta de evaluación de la historia de la literatura, de tantas obras y tantos géneros diferentes. La literatura también ha pretendido mejorar la vida, refutar prejuicios, provocar un cambio de perspectiva sobre las cuestiones que interesan a las personas.
No se me malinterprete. No creo que exista disciplina o actividad humana a la que pueda imponérsele (menos aún desde fuera) una "meta única" (esa concepción confusa y poco consistente sólo existe en la mente de de los teólogos conservadores). Toda disciplina o actividad puede orientarse según una multiplicidad de fines, cuyo valor jerárquico es materia de discernimiento y decisión por parte del usuario o del practicante (en el caso de la literatura, el lector o el autor). No tengo nada contra el entretenimiento o el puro goce estético. Autores como Homero, Nietzsche, Goethe o el propio Vargas Llosa me han brindado horas de grata lectura a la vez que edificación intelectual. Igualmente, autores tradicionalmente tipificados como de “literatura de entretenimiento” como Conan Doyle, Pérez Reverte o Ian Fleming me han revelado no pocas intuiciones sugerentes sobre la vida humana que yo juzgo importantes para mi propio trabajo filosófico. Creo que podemos apreciar la literatura tanto por sus aportes en los procesos de resignificación moral y en las experiencias de esclarecimiento existencial como por el placer que produce una buena lectura. No obstante, no quiero perder de vista los vínculos existentes entre la imaginación literaria con el desarrollo de una ética de la compasión.
Temía que la observación de mi amigo catedrático pudiese – de modo involuntario, claro está –debilitar o banalizar mi tesis. Que la literatura pudiese contrubuir con el ejercicio de una ciudadanía inclusiva - y que pudiese contribuir con la humanixzación del derecho y la economía - me parece una tesis que merece ser defendida poderosamente, recurriendo a sólidos argumentos y a metáforas convincentes. Por ello, opté por ‘darle la vuelta’ a su propia afirmación, de modo que se pusiese al servicio de mi propia propuesta. Dije que, en efecto, la literatura busca la recreación, pero no fundamentalmente en el sentido de “recreo” sino en el de re-creación, re-construcción crítica del mundo. Esta interpretación evocaba la capacidad de la literatura de someter a examen y reformulación crítica el 'bosquejo común' de la realidad experimentada (y las posibilidades de sentido que le subyacen). El eco del romanticismo en esta tesis es evidente. La literatura contribuye al des-cubrimiento de nuevos conceptos y metáforas que permiten contemplar la vida propia y ajena de manera aguda y penetrante. La reconstrucción compleja de personajes, situaciones y conflictos nos permite ponernos en el lugar de otras vidas, reconocer la fuerza de otros argumentos y emociones, una operación que amplía nuestro mundo significativo, enriquece nuestra capacidad de juicio y percepción, y re-vela nuevos espacios y sentidos posibles para la reflexión y el compromiso cívico. La literatura exhibe de modo clarividente y plausible una realidad que puede ser conmovedora y fascinante, describe un mundo que puede suscitar nuestro asombro o puede invitarnos a su transformación política. Si además de ello este trabajo produce genuino placer estético, mejor que mejor.
Mariátegui señalaba que necesitamos "mitos" para asignarle un sentido a nuestras vidas. No estoy seguro de estar completamente de acuerdo con esa afirmación. Él creyó que en el arte y en la política podríamos encontrar estos ideales movilizadores. En efecto, en la literatura - así como en otras disciplinas y sistemas de creencias - podemos encontrar 'pequeñas narraciones' (para decirlo con Lyotard, quien nos ha prevenido acerca del potencial represivo y totalitario de los "grandes relatos") que puedan darle sentido a lo que hacemos. Sin embargo, al lado de estos relatos, requerimos la presencia del filtro de la reflexión, que purifica tales mitos de dogmatismos y confusiones. El pathos florece junto con la terapia conceptual que aporta el pensamiento. Ese trabajo crítico también lo encontramos en la literatura (y evidentemente, en la propia filosofía).
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