CÍRCULO DE ESTUDIOS POLÍTICOS Y SOCIALES

CIREPS

Putis y la "historia oficial": desbaratando mitos




(REFLEXIONES SOBRE UN ARTÍCULO DE WILFREDO ARDITO)

Gonzalo Gamio Gehri


Hace unos días, Wilfredo Ardito publicó en La República el artículo Putis y los mitos tranquilizadores, un texto en el que pone de manifiesto las medias verdades – cuando no las falsedades manifiestas – con las que el “Perú oficial” – fundamentalmente hispanohablante, criollo y urbano – ha intentado rehuir su responsabilidad moral, política e incluso penal frente a los hechos de violencia que padeció el país en los años del conflicto armado interno. Ardito desbarata una serie de mitos acerca del “desconocimiento” de la población frente a la escalada de la violencia terrorista y represiva antes del atentado de Tarata, y cuestiona sin reparos el supuesto de la presunta “caballerosidad” y el “talante democrático” del régimen de Fernando Belaúnde en materia de Derechos Humanos. El autor argumenta con agudeza y con una contundencia implacable. Sabe que está desmantelando elementos centrales de la “historia oficial” que los gobiernos peruanos han compuesto, esa misma historia que la CVR ha conseguido desenmascarar. Es sabido que la vocación desmitificadora que ha caracterizado al Informe Final de la CVR ha provocado los ataques de enconados enemigos de la memoria crítica de la violencia, censores provenientes de la “clase política”, así como representantes de otros sectores particularmente poderosos e influyentes en nuestra sociedad: una parte significativa de la Fuerza Armada, toda la prensa fujimorista, el sector del empresariado más cavernario y el ala conservadora de la Iglesia Católica.

Ardito muestra claramente que tal "ignorancia" frente a las desapariciones y los asesinatos perpetrados en el interior del país constituye literalmente una 'leyenda urbana'; la prensa informaba acerca de lo que ocurría en el Perú altoandino y amazónico. La población conoció la decisión que tomó el gobierno democrático constituido en materia de lucha contrasubversiva, que se materializó en la creación de los comandos político-militares en las zonas de emergencia. La CVR sindica esa determinación como una penosa abdicación de las funciones de las autoridades de la recién recuperada democracia a favor de la Fuerza Armada, que pasó a administrar el poder en esos territorios. En ese contexto, la tortura pasó de ser un delito de lesa humanidad a convertirse en un mero "delito de función", una falta castigada con unos días en el calabozo. En estas circunstancias, el poder civil se convirtió en cómplice de tales abusos, al dejar en otras manos la tarea de la pacificación, y al guardar silencio frente a las denuncias por violaciones de los Derechos Humanos. Ardito nos recuerda cómo el propio presidente Belaúnde desestimaba tales denuncias, sin examinarlas siquiera: “La misma Amnistía Internacional escribió muchas cartas a Belaunde y él se jactaba de arrojarlas a la basura y mantener su respaldo a los militares. Para que no quedara duda, en 1984, el Parlamento, dominado por Acción Popular y el PPC, aprobó la Ley 24150, que estableció la amnistía frente a los crímenes cometidos hasta entonces.”

Pero probablemente el mito mayor que esfuerzos como el de Ardito contribuyen a desterrar es aquel que sostiene que las Fuerzas Armadas cometieron “excesos” (y no violaciones de Derechos Humanos) al usar la violencia contra la población indígena y campesina; para algunos periodistas y políticos cercanos a los militares, estos 'errores' constituyen "hechos aislados" motivados por la tensión provocada por el conflicto, y al hecho de que actuaban bajo la convicción de que combatían a un enemigo que se ocultaba entre la población civil. En este punto los análisis de Ardito convergen con la tesis del Informe Final de la CVR, según la cual “en ciertos períodos y lugares”, las fuerzas del orden incurrieron en “una práctica sistemática o generalizada de Violaciones de los Derechos Humanos” (tomo I, p. 30). Si bien en otros episodios del conflicto el ejército y la policía defendieron heroicamente a la población y al Estado peruano contra la insania terrorista, resulta evidente que la práctica de la tortura y la desaparición forzada fue sistemática y deliberada en contextos precisos. Las ejecuciones extrajudiciales constituyeron parte de la estrategia de algunos mandos militares. Lo ocurrido Putis es un terrible ejemplo de ello. “Esta masacre permite” – afirma Ardito - “desmentir otros mitos que subsisten en relación con el conflicto armado. La crueldad y premeditación con que fue cometida deja sin piso la reiterada referencia limeña a "la época del terrorismo", como si solamente un bando del conflicto hubiera actuado contra la población civil. También es imposible seguir afirmando que los crímenes cometidos por militares o policías eran hechos aislados, debidos a problemas psicológicos individuales. En realidad, al menos entre 1983 y 1985, las masacres de campesinos tenían un carácter intencional y sistemático.” Hasta hoy no contamos con un pronunciamiento oficial del ejército peruano y del ministerio de defensa sobre la existencia de estas fosas clandestinas.

Los periodistas más cínicos – pertenecientes a ya sabemos a qué prensa pertenecen – sostienen sobre situaciones como esta otro macabro mito, a saber, que muertes como las de los pobladores de Putis – asesinados después de cavar sus propias tumbas, con el fin de despojarlos de su ganado – constituyen el “costo social”, o los “daños colaterales” de una lucha a muerte contra la subversión. Un precio a pagar por el éxito de la pacificación. Pretenden insinuar que Putis fue necesario para vencer a Sendero Luminoso. Ese argumento es falso, además de éticamente deleznable. No existe conexión causal alguna entre la "guerra sucia" y el triunfo del Estado en el combate contra el terrorismo. Sendero fue derrotado por el cambio de estrategia que se implementó a partir de 1989, giro que propició la formación del GEIN que capturó a Guzmán. Los defensores chapuceros de la Realpolitik (auténticos discípulos de Montesinos, pues para ellos "la razón de Estado" justifica el crímen") no revelan con esta actitud condescendiente con el crimen otra cosa que su desprecio por la vida de quienes fueron precisamente los peruanos más indefensos en la etapa del conflicto armado interno - indígenas, comuneros, campesinos, habitantes del ande y de la selva -, compatriotas que sufrieron el embate de dos fuegos en medio de la indiferencia del Estado y de la ceguera voluntaria de no pocos ciudadanos. Ellos fueron tratados - como indica amargamente Primitivo Quispe - como miembros de "pueblos ajenos dentro del Perú". La deuda moral que el país tiene con ellos es incalculable. Tomarla en serio empieza por desmantelar los mitos que tienden a encubrir o a soslayar nuestra responsabilidad como ciudadanos frente a ese dolor (que debería ser también el nuestro). La renuencia de los políticos y de los medios de comunicación a tratar directamente el tema de las fosas de Putis y a prestarle la atención que se merece ponen de manifiesto que la indolencia y la vocación por el silencio son actitudes que permanecen vigentes, a pesar del paso de los años.


Europa y la amenaza de las minorías culturales



Una recusación a La sociedad multiétnica de Giovanni Sartori

Arturo Caballero

Migrantes, extraños y desintegrados

Pero el punto más cuestionable de la tesis de Sartori tiene que ver con los inmigrantes a los que califica como "extraños": "El inmigrante es, pues, distinto respecto a los distintos de casa, a los distintos a los que estamos acostumbrados, porque es un extraño distinto (…) En resumen, que el inmigrado posee (…) un plus de diversidad, un extra o un exceso de alteridad" (107). De entrada, sitúa a los inmigrantes en una posición de amenaza potencial per se contra la sociedad que los acoge. Tal extrañeza la atribuye a determinadas diferencias radicales (religión y etnia) respecto a otras superables (lengua y costumbres). Entonces, habría algunos más y otros menos distintos. Curiosa distinción la de Sartori: "una política de inmigración (…) que no sabe o que no quiere distinguir entre las distintas extrañezas es una política equivocada destinada al fracaso". Pero ¿acaso no existe extrañeza entre europeos y, sin ir muy lejos, al interior de sus naciones? El ex candidato a la presidencia en Francia, Jean Marie Le Pen, manifestó no sentirse representado por su selección de fútbol en alusión a la cantidad de jugadores de raza negra. Antes del partido por la final de la Eurocopa 2008, catalanes y vascos hinchaban por el equipo rival de España. Los migrantes de Europa Oriental son un poco más reconocidos que los africanos, árabes o latinoamericanos, pero solo un poco porque también representan una buena parte de la mano de obra barata que realiza los trabajos que la mayoría de europeos occidentales no quiere realizar. Antes del milagro económico español, era común el adagio "África comienza al otro lado de los Pirineos", lo cual evidencia que la aceptación de que España y Portugal son tan europeas como el resto de naciones es reciente.

Cuando evalúa las causas de la migración europea hacia América, las justifica en tanto Europa exportaba migrantes hacia tierras despobladas y acogedoras en momentos que la explosión demográfica generaba una gran crisis. A ello cabría agregar las oleadas de refugiados por las guerras mundiales y la persecución a los judíos. Pero al analizar la migración hacia Europa concluye que las causas principales radican en la riqueza de las naciones europeas —es decir, los migrantes del Tercer Mundo llegan a Europa "como moscas a la miel" seducidos por la bonanza económica— y por la desidia de los europeos ante trabajos de menor jerarquía, los cuales son asumidos en gran parte por los migrantes. De esto se desprende que los europeos llegaron a un continente americano pobre, pero abundante en oportunidades, mientras que los migrantes actuales llegan a un continente rico pero escaso de oportunidades. Lo que olvida mencionar es el estado de devastación en que las antiguas potencias dejaron a sus colonias. Salvo las naciones integrantes de la Commonwealth, después de obtener la independencia, las naciones descolonizadas se debatieron en luchas intestinas por el poder entre caudillos que eran alentados según los intereses de la antigua metrópoli colonialista. Tampoco dice que las empresas transnacionales instaladas en los países subdesarrollados difícilmente aseguran el bienestar económico de la población local. (Las empresas europeas que extraen pescado del lago Victoria en África centroriental proveen ingentes cantidades de este alimento a los mercados europeos; sin embargo, el panorama alrededor de ellas es desolador: miseria, hambre y explotación). Ni de los regímenes totalitarios apoyados por gobiernos que perpetúan su influencia mediante el dictador de turno.

Dentro de este panorama nada auspicioso, es lógico que la migración no solo sea una vía para lograr una calidad de vida mejor, sino, sobre todo, una lucha por la supervivencia; en este caso, el término "migración" es un eufemismo de "huida" o "salvación". En resumidas cuentas, tanto los europeos como los africanos y latinoamericanos migraron porque en sus tierras de origen no existían posibilidades de desarrollo: muy aparte de que el lugar de destino fuera próspero o miserable, la invasión del paraíso ajeno resultaba mejor que la conservación del infierno propio.

Respecto a la cesión de ciudadanía a los inmigrantes, opina que no garantiza en absoluto su integración a la sociedad que los acoge. Y en vista que los conflictos culturales tienden a agravarse en Europa debido a que los inmigrantes insisten en conservar sus costumbres, muchas de las cuales entran en conflicto con la sociedad occidental, propone que se restrinja la ciudadanía europea a los inmigrantes a condición de que se integren. Aunque no lo dice abiertamente, de este planteamiento se deduce que la integración de los inmigrantes pasa por renunciar a manifestaciones culturales consideradas conflictivas: "… el hecho es que la integración se produce sólo a condición de que los que se integran la acepten y la consideren deseable. Si no, no. La verdad banal es, entonces, que la integración se produce entre integrables y, por consiguiente, que la ciudadanía concedida a inmigrantes inintegrables no lleva a integración sino a desintegración" (114). El temor de Sartori es que los inmigrantes se conviertan en ciudadanos diferenciados debido a que no se sienten obligados a integrarse pese a que fueron beneficiados por la ciudadanía. Cita como ejemplo a los latinos que prefieren votar por sus similares durante las elecciones e interpreta esto como una señal de resistencia a la integración, en contraste a los italianos que "se integraron a la perfección" (115).

A continuación, mis observaciones. En primer lugar, define la integrabilidad según el grado de retribución del inmigrado para con la sociedad que le otorga ciudadanía; de ello se implica que esta es para Sartori una especie de bendición para el inmigrante o letra en blanco mediante la cual empeña su identidad a cambio de determinadas ventajas administrativas, civiles, políticas pero no culturales. Con ello, contradice su argumentación a favor de los derechos del ciudadano frente a la sujeción de los súbditos y los privilegios de las élites. Tal como lo expone en sus ejemplos, la ciudadanía no aparece como un derecho consustancial al ser humano, sino como un favor que determinados estados-nación otorgan a los migrantes, a los "extraños" para que sean menos raros a los ojos de los locales. Los migrantes deberían entonces sentirse agradecidos y no pecar de ingratos, puesto que adquirieron el privilegio de "ser europeos". El error en su razonamiento es que, paradójicamente, convierte a la ciudadanía en un privilegio que los europeos otorgan a los migrantes, deslegitimando su propia argumentación de la ciudadanía como derecho.

Sin embargo, en segundo lugar, lo más grave es que siendo un intelectual de la izquierda liberal no contemple en absoluto la noción de ciudadanía universal, un proyecto que la izquierda democrática contemporánea no debe soslayar y que, de hecho, diversos académicos, intelectuales y activistas sociales están esforzándose por consolidar para sacar del marasmo a aquella izquierda anquilosada en el nacionalismo confrontacional, en la teoría cultural o en las excesivas concesiones a la globalización de tinte neoliberal.

En tercer lugar, los ejemplos que utiliza para fustigar la resistencia a la integración son bastante cuestionables. Si bien la adquisición de la ciudadanía no garantiza la integración del migrante, tampoco garantiza su reconocimiento de parte de la sociedad muy aparte de formalidades administrativas como poseer una cédula de identidad o un pasaporte. ¿Acaso la libre asociación por afinidades espontáneas no es un postulado del liberalismo político? A gran parte de los inmigrantes latinos, africanos o árabes no les queda otra opción que asociarse entre sus similares al interior de una sociedad que los discrimina con o sin ciudadanía y frente a un gobierno como el actual en los Estados Unidos que pretende solucionar la inmigración ilegal con un muro de contención. El error consecuente de la apreciación que expone sobre los latinos es la generalización con la que los trata, es decir, como un bloque que rechaza la integración a la sociedad norteamericana y no como la estrategia de un sector de los inmigrantes que no ha obtenido la ciudadanía cultural a pesar que sus documentos digan que es estadounidense o ciudadano comunitario. Por otro lado, Sartori pierde de vista la responsabilidad de las erradas políticas gubernamentales para enfrentar el problema migratorio. El gobierno de los Estados Unidos bajo la administración Bush ha promovido la paranoia entre los ciudadanos por el tema de la seguridad nacional después del 11 de septiembre, a tal punto que los extranjeros más "extraños" por la raza, lengua, costumbres y religión son considerados una potencial amenaza. Esta situación diluye la dicotomía entre extrañezas superables y radicales expuestas por el autor: al final el extraño será siempre una amenaza si se lo aprecia con los ojos de quien ve a un alien. ¿Cómo espera entonces Sartori que reaccione un latinoamericano si en Estados Unidos o en Europa lo tratan como ciudadano de segunda clase?

El cuarto error, en relación con lo anterior, es que el connotado politólogo italiano confunde ciudadanía con nacionalidad. Por ello, no me extrañaría que los parlamentarios europeos hayan leído a Sartori antes de aprobar la criminalización de la inmigración, ya que plantear que Europa cierre la inmigración y exija a los inmigrantes que se integren sí o sí —sin tomar en cuenta los obstáculos existentes desde la sociedad occidental que se ve a sí misma como el único centro— es una medida tan arbitraria como la resolución del parlamento europeo. Esta propuesta que salvaguarda los intereses europeos sí es realmente arbitraria porque exige como condición para otorgar ciudadanía la renuncia a la identidad cultural propia sí esta es conflictiva (¿podemos meter en un mismo saco el velo islámico y la muerte por apedreamiento a las adúlteras?). Lo otorgado en el análisis de Sartori no es la ciudadanía, sino la nacionalidad, es decir, la documentación necesaria que sustenta la pertenencia a determinado estado-nación con los consecuentes deberes y derechos contemplados para tales ciudadanos. En cambio, la ciudadanía es una categoría mucho más amplia que la nacionalidad, sobre todo en un contexto de globalización como el actual en el que los estados-nación se encuentran en crisis y las fronteras económicas y culturales se derrumban. Tal amplitud provee al ser humano de una ciudadanía global cuyos antecedentes más importantes son la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano en 1789 en el marco de la Revolución Francesa y la Declaración universal de los derechos humanos aprobada por las Naciones Unidas en 1948. Por lo tanto, la ciudadanía no se puede otorgar como quien emite un pasaporte porque ya es un derecho humano universal. No obstante, sorprende que un liberal de izquierda como dice ser Sartori desconozca que la universalidad de los derechos humanos fue una reivindicación liberal.

Si su análisis sobre el problema migratorio en Europa era en mucho censurable, su explicación sobre las causales del racismo se llevan el premio mayor. Luego de concluir que de la ciudadanía no se deriva la integración, afirma que si se concede el derecho de voto a los más extraños "este servirá, con toda probabilidad, para hacerles intocables en las aceras, para imponer sus fiestas religiosas (el viernes) e, incluso (son problemas en ebullición en Francia), el chador a las mujeres, la poligamia y la ablación del clítoris" (118). Sartori teme que los inmigrantes islámicos adquieran las libertades políticas y civiles que les permitan amurallarse contra cualquier acción en contra de sus costumbres a pesar de que estas sean conflictivas para los europeos. Tiene la certeza de que los problemas sociales generados por los inmigrantes vienen de los ilegales y de los legalmente instalados, pero no dice un ápice sobre los skin heads neonazis y los partidos de ultraderecha que alientan una confrontación directa contra los inmigrantes. ¿Acaso los cientos de casos de ataques contra inmigrantes fueron precedidos por la pregunta acerca de la situación legal de la víctima? Los racistas y xenófobos no distinguen documentos, sino colores de piel y afinidades culturales (lengua, religión, costumbres, etc.) Gozar de la ciudadanía francesa o comunitaria no le garantiza inmunidad a un africano, latinoamericano o árabe contra agresiones vedadas o directas. De esta manera, pierde de vista la agresión proveniente desde los sectores más radicales de la sociedad europea, pero a la vez, resalta solo los perjuicios —justificados muchos de ellos— generados por los inmigrantes ilegales, lo cual es muestra de un pensamiento jerárquico imperante que se autoconsidera central sin contemplar la posibilidad de que en otros contextos es periférico.

De las afirmaciones de Sartori, se infiere que las causas del racismo ¡la tienen las víctimas! porque habrían excedido los límites cuantitativos requeridos para una convivencia armónica.

"Una población foránea del 10 por ciento resulta una cantidad que se puede acoger; del 20 por ciento, probablemente no; y si fuera del 30 por ciento es casi seguro que habría una fuerte resistencia frente a ella. ¿Resistirla sería "racismo"? Admitido (pero no concedido) que lo sea, pero entonces la culpa de este racismo es del que lo ha creado" (121).

Y más adelante agrega: "el verdadero racismo es el de quien provoca el racismo" (122).
Nuevamente, Sartori deja algunos vacíos sin explicar. ¿Qué se entiende por resistencia? ¿Cómo resistir? ¿Contra quién? Indignarse por la delincuencia generada por los inmigrantes ilegales y por lo tanto resistirse a su permanencia no es el mismo tipo de resistencia que oponen ciertas discotecas limeñas para evitar el ingreso de algunas personas o la de aquel desadaptado que golpeó a patadas a una inmigrante ecuatoriana en el metro de Madrid o la de pandillas de skin heads contra estudiantes turcos en Alemania. Existen, pues resistencias y resistencias. Y aunque expresa que se refiere a la inmigración ilegal, su argumentación falla en el sentido de que en la práctica —como lo señalé líneas arriba— los discriminadores actúan sin tomar en cuenta la documentación del migrante. El rechazo hacia la delincuencia sectorizada en los inmigrantes ilegales tiene como agravante el que sean "extraños" racial o culturalmente. Lo que Sartori no analiza es que el desprecio racial o cultural hacia los inmigrantes legales se extiende en España, Francia, Alemania y Rusia. Entonces, siguiendo su razonamiento ¿Estos inmigrantes formales también tienen la culpa del racismo?

El resto es silencio…


A lo largo de todo el ensayo, no hay alusión alguna la interculturalidad como posible vía de solución a los conflictos derivados del multiculturalismo. Sartori entiende la integración como absorción y abandono, mas no como mutuo enriquecimiento entre las partes antagónicas. El autor de La sociedad multiétnica se encuentra en las antípodas del multiculturalismo, pero sus planteamientos no resuelven el problema, ya que sataniza a todas las reivindicaciones culturales por igual y agrupa a todos los inmigrantes en una misma categoría: los "extraños".

Cuando el Parlamento Europeo (y Sartori) acepten que la ciudadanía no es (o no debería ser) un privilegio otorgado mediante un pasaporte, sino un derecho humano global, cambiará su perspectiva respecto a los "extraños" que llegan al Viejo Mundo. La libre circulación no debe restringirse solo al comercio de productos, sino, también, a los seres humanos, por supuesto, respetando las normas internacionales vigentes. En este punto, Evo Morales estuvo muy acertado al declarar, en la reciente cumbre ALC-UE, que la prioridad era discutir el libre tránsito de seres humanos por el mundo antes que la premura por firmar tratados de libre comercio. Y el tiempo le dio la razón: Europa propinó un cachetazo a Latinoamérica al criminalizar la inmigración ilegal con la "directiva de retorno", es decir, convertir una infracción administrativa en un delito penal.

Finalmente, con este ensayo, Sartori nos deja un análisis bien sustentado de los perjuicios del multiculturalismo fragmentario, pero muchas ideas sueltas y cuestionables en torno a la inmigración y el racismo. Por mi parte, encuentro mayores respuestas a estas interrogantes en los planteamientos de la ética intercultural, la cual puede servir de mucho al liberalismo para establecer nexos con aquellas culturas que poseen una visión distinta de la libertad y del progreso, pero sin verse a sí mismo como la ideología del saber superior y reconociendo que cada cultura tiene el derecho de construir su propio liberalismo.

Conferencia en el CIREPS

El sábado 19 de julio a las 5.00 pm tendrá lugar la conferencia "El Perú y el Derecho a la preservación de la memoria histórica" a cargo de Víctor Guevara Pezo, miembro del Círculo de Estudios Políticos y Sociales CIREPS.

Como viene siendo habitual, esta exposición se realizará en las instalaciones de la Asociación Civil TRANSPARENCIA en la av. Belén 389 San Isidro.

Agradecemos su asistencia y la difusión de este mensaje.

Literatura y re-creación



¿Qué puede hacer la literatura con nosotros? Este es el tema que me gustaría discutir aquí, hoy. Hace un par de días, me tocó dar una conferencia en el Círculo de Estudios Sociales y Políticos, una asociación dedicada a la reflexión crítica sobre temas de democracia, ética cívica y liberalismo político – yo diría que se trata de una institución que está entregada a un noble y bello propósito: purificar conceptualmente el pensamiento liberal del vulgar “catecismo del mercado” predicado por los Chicago boys, recuperando las fuentes filosóficas y morales del liberalismo en la obra de Locke, Tocqueville, Smith (el de la Teoría de los sentimientos morales), Berlin y Rawls. Esta clase de investigación permite establecer un contraste entre esta venerable tradición filosófica liberal y el fundamentalismo de Hayek y Von Misses. En aquella oportunidad me concentré en resumir y discutir el tema principal de la Lección Inaugural del año académico en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya, El cultivo de las Humanidades y la construcción de la ciudadanía, que expuse hace dos semanas. La idea fundamental de mi exposición era que el cuidado de las 'Letras' – la filosofía, la historia, y particularmente la literatura – contribuyen a fortalecer y refinar nuestro sensum humanitatis (nuestro “sentido de humanidad”) a partir de una aproximación reflexiva a los contextos y conflictos propios de la singularidad humana. Mientras el pensamiento económico y el razonamiento jurídico pueden tender a abstraer a los individuos de sus atributos sustanciales y a arrancarlos de sus mundos vitales (convirtiéndolos en “electores racionales” que sopesan “costos y beneficios”, o en las “partes” del “contrato social”), la reflexión literaria procura retratarlos como seres situados y relacionales, personas de carne y hueso, que piensan y sienten, dudan y actúan en escenarios en los que no han elegido vivir. La literatura ofrece un material preciso a la deliberación moral. Como se recordará, Iris Murdoch y Martha Nussbaum han desarrollado persuasivos argumentos que van en esta dirección.

Creo que logré mostrar mi punto. Necesitamos una ética de la compasión y un sentido de la injusticia que nos permita percibir al otro – incluso el que no comparte nuestro origen, cultura, credo, género o hábitos sexuales – como uno de nosotros, titular de derechos inalienables y miembro de nuestra comunidad política, si es que esta se define efectivamente como genuinamente democrática. La formación literaria contribuye con la adquisición y el cuidado de las disposiciones de juicio y carácter que hacen posible esa clase de discernimiento ético-político e imaginación empática. Me valí de un examen de Las Suplicantes de Eurípides y de Rosa Cuchillo de Oscar Colchado para ilustrar cómo podría funcionar esta polémica esis en la academia y en el espacio público. Ya en la ronda de preguntas, noté que los participantes del Círculo – en su mayoría jóvenes sumamente agudos y elocuentes – examinaban con entusiasmo estas ideas y las discutían con interés. Definitivamente, sus sugerencias y sus críticas han contribuido - como los comentarios de mis colegas de la UARM a mi conferencia original - a la reformulación del texto original.

Fue entonces cuando el fundador y mentor de la asociación se dirigió a mí. Es un notable jurista y un entrañable profesor de derecho, que ha formado generaciones enteras de abogados y jueces a lo largo de décadas en las más prestigiosas facultades universitarias del país. Había escuchado con atención mi exposición, y había seguido y aportado decisivamente en la discusión que siguió. Su intervención final, empero, me desconcertó un poco. “No olvidemos”, señaló, “que – como dice Vargas Llosa – el propósito fundamental de la literatura es la recreación”. Más allá de la alusión a nuestro más célebre novelista – debo señalar que un comentarista de este blog acaba de mostrar con los textos en la mano que este punto de vista no puede atribuírsele a Vargas Llosa (anticipo que no aludiré al juicio de este autor sobre el asunto, porque me faltan herramientas para hacerlo) – me quedé pensando qué había querido expresar realmente este experimentado maestro con esta observación.

Lo primero que pensé es que deseaba relativizar mi tesis (una estrategia perfectamente válida en los juegos dialécticos que acompañan esta clase de conferencias). Lo segundo que me vino a la mente es que, como observación histórica, su afirmación categórica - la literatura busca fundamentalmente entretener - era evidentemente falsa: La función específica de la tragedia griega, del auto sacramental cristiano o de la novela existencialista o indigenista en el siglo XX - por poner sólo unos ejemplos - no era la “recreación” (en el sentido de divertimento). Resulta difícil aceptar una aseveración tan gruesa como pauta de evaluación de la historia de la literatura, de tantas obras y tantos géneros diferentes. La literatura también ha pretendido mejorar la vida, refutar prejuicios, provocar un cambio de perspectiva sobre las cuestiones que interesan a las personas.

No se me malinterprete. No creo que exista disciplina o actividad humana a la que pueda imponérsele (menos aún desde fuera) una "meta única" (esa concepción confusa y poco consistente sólo existe en la mente de de los teólogos conservadores). Toda disciplina o actividad puede orientarse según una multiplicidad de fines, cuyo valor jerárquico es materia de discernimiento y decisión por parte del usuario o del practicante (en el caso de la literatura, el lector o el autor). No tengo nada contra el entretenimiento o el puro goce estético. Autores como Homero, Nietzsche, Goethe o el propio Vargas Llosa me han brindado horas de grata lectura a la vez que edificación intelectual. Igualmente, autores tradicionalmente tipificados como de “literatura de entretenimiento” como Conan Doyle, Pérez Reverte o Ian Fleming me han revelado no pocas intuiciones sugerentes sobre la vida humana que yo juzgo importantes para mi propio trabajo filosófico. Creo que podemos apreciar la literatura tanto por sus aportes en los procesos de resignificación moral y en las experiencias de esclarecimiento existencial como por el placer que produce una buena lectura. No obstante, no quiero perder de vista los vínculos existentes entre la imaginación literaria con el desarrollo de una ética de la compasión.

Temía que la observación de mi amigo catedrático pudiese – de modo involuntario, claro está –debilitar o banalizar mi tesis. Que la literatura pudiese contrubuir con el ejercicio de una ciudadanía inclusiva - y que pudiese contribuir con la humanixzación del derecho y la economía - me parece una tesis que merece ser defendida poderosamente, recurriendo a sólidos argumentos y a metáforas convincentes. Por ello, opté por ‘darle la vuelta’ a su propia afirmación, de modo que se pusiese al servicio de mi propia propuesta. Dije que, en efecto, la literatura busca la recreación, pero no fundamentalmente en el sentido de “recreo” sino en el de re-creación, re-construcción crítica del mundo. Esta interpretación evocaba la capacidad de la literatura de someter a examen y reformulación crítica el 'bosquejo común' de la realidad experimentada (y las posibilidades de sentido que le subyacen). El eco del romanticismo en esta tesis es evidente. La literatura contribuye al des-cubrimiento de nuevos conceptos y metáforas que permiten contemplar la vida propia y ajena de manera aguda y penetrante. La reconstrucción compleja de personajes, situaciones y conflictos nos permite ponernos en el lugar de otras vidas, reconocer la fuerza de otros argumentos y emociones, una operación que amplía nuestro mundo significativo, enriquece nuestra capacidad de juicio y percepción, y re-vela nuevos espacios y sentidos posibles para la reflexión y el compromiso cívico. La literatura exhibe de modo clarividente y plausible una realidad que puede ser conmovedora y fascinante, describe un mundo que puede suscitar nuestro asombro o puede invitarnos a su transformación política. Si además de ello este trabajo produce genuino placer estético, mejor que mejor.

Mariátegui señalaba que necesitamos "mitos" para asignarle un sentido a nuestras vidas. No estoy seguro de estar completamente de acuerdo con esa afirmación. Él creyó que en el arte y en la política podríamos encontrar estos ideales movilizadores. En efecto, en la literatura - así como en otras disciplinas y sistemas de creencias - podemos encontrar 'pequeñas narraciones' (para decirlo con Lyotard, quien nos ha prevenido acerca del potencial represivo y totalitario de los "grandes relatos") que puedan darle sentido a lo que hacemos. Sin embargo, al lado de estos relatos, requerimos la presencia del filtro de la reflexión, que purifica tales mitos de dogmatismos y confusiones. El pathos florece junto con la terapia conceptual que aporta el pensamiento. Ese trabajo crítico también lo encontramos en la literatura (y evidentemente, en la propia filosofía).

Ley, desacato y reforma:

Las dimensiones políticas de la desobediencia civil

[fragmento]

Por Alessandro Caviglia Marconi.

1.- El concepto de desobediencia civil.

El término “desobediencia civil” es usado comúnmente para referir indiscriminadamente un conjunto de fenómenos políticos y jurídicos de naturaleza sumamente diversa. Ese uso común es problemático porque incurre en una serie de mal entendidos que traen consigo confusiones que es necesario despejar. En determinados casos algunos poderes de Estado –especialmente judiciales- de diferentes países han interpretado ciertos actos como casos de desobediencia civil y los han procesado de un modo erróneo con la consecuencia de conducir a planteamientos políticos confusos y peligrosos. Es por ello que es necesario proceder al esclarecimiento del término. Dicha dilucidación no puede proceder – como muchos abogados y juristas creen- contraponiendo casos y tratando de extraer los conceptos pertinentes a partir de éstos. Ese procedimiento no permite extraer los principios adecuadamente. La manera de hacerlo es realizando una reflexión crítico-filosófica que permita pulir los conceptos pertinentes de manera racional.

A fin de realizar esta aclaración en torno al concepto de “desobediencia civil” exploraremos una serie de fenómenos con los que ha sido confundido para, inmediatamente después, presentar un cierta determinación del mismo.

1.1.- La sedición

Por desobediencia civil no debe entenderse toda forma de desacato a la ley. Una forma de desacato que es necesario distinguir de la desobediencia civil la constituye la sedición contra el gobierno o contra el Estado. Es posible encontrar en el pensamiento político de Thomas Hobbes algunos elementos para la elaboración de una teoría de la sedición, claro está, de manera matizada y diluida hasta el punto que parece no haber un derecho a la sedición propiamente dicha. Dichos elementos germinales se encuentran en el texto del Leviatán, donde se dice:

La obligación de los súbditos con respecto al soberano se comprende que no ha de durar ni más ni menos que lo que dure el poder mediante el cual tiene capacidad para protegerlos. En efecto, el derecho que los hombres tienen, por naturaleza, a protegerse a sí mismos, cuando ninguno puede protegerlos, no puede ser renunciado por ningún pacto[1]

Queda claro en este pasaje cómo la obligación política y jurídica de los ciudadanos al estado soberano tiene sus límites en la capacidad que éste tenga la capacidad de garantizarles protección. Sin embargo, fuera de ese caso específico, en la teoría política y jurídica hobbesiana se puede observar resistencia a otorgar a los ciudadanos el derecho a la sedición[2].
A diferencia de Hobbes, John Locke nos va a ofrecer una resuelta teoría respecto de la legitimidad de sedición. En el Segundo tratado sobre el gobierno civil plantea la posibilidad del desacato a las leyes del Estado, cuando estas leyes representan la tiranización de la ciudadanía. Locke lo expresa en los siguiente términos:

[L]a tiranía es un poder que viola lo que es de derecho; y un poder así nadie puede tenerlo legalmente. Y consiste en hacer uso del poder que se tiene, mas no para el bien de quienes están bajo ese poder, sino para propia ventaja de quien lo ostenta.

Y continúa afirmando:

Así ocurre cuando el que le gobierna, por mucho derecho que tenga al cargo, no se guía por la ley, sino por su voluntad propia; y sus mandatos y acciones no están dirigidos a la conservación de la propiedad de su pueblo, sino a satisfacer su propia ambición, venganza, avaricia o alguna otra pasión irregular.[3]

En la concepción de Locke encontramos que, frente a las pretensiones tiranizantes por parte de quien detenta el poder político, los ciudadanos cuentan con el derecho de resistir, puesto que semejante actitud despoja de legitimidad a las autoridades. Así Locke señala que:

Cualquiera que, en una posición de autoridad, exceda el poder que le ha dado la ley y usa esa fuerza que tiene bajo su mando para imponer sobre los súbditos cosas que la ley no permite cesa en ese momento de ser un magistrado, y, al estar actuando sin autoridad, puede hacérsele frente igual que a cualquier hombre que por la fuerza invade los derechos de otro.. [Así,] quien tiene autoridad para apoderarse en la calle de mi persona puede ser resistido, igual que se resiste a un ladrón, si pretende entrar en m casa para efectuar el arresto a domicilio; y podré yo resistirle, aunque él traiga una orden de detención que le autoriza legalmente a arrestarme fuera de mi casa[4].

En estos pasajes de Locke no se expresa abiertamente la posibilidad de la sedición tanto como la posibilidad de ofrecer resistencia a una autoridad que actúa tiránicamente, invadiendo esferas que le están vedadas por la naturaleza de su cargo. Sin embargo es posible encontrar aquí indicios claros de una teoría de la sedición.



Ciertamente, en otros autores clásicos y modernos podríamos encontrar algunos gérmenes o esbozos de un teoría de la sedición[5], pero basta con estas piezas famosas de la literatura filosófica para caracterizarla y poder distinguir, en contraposición, algunos rasgos de la desobediencia civil. En el caso de la sedición, puesto que la justificación del Estado es a) evitar la muerte violenta de los individuos, b) garantizar la paz en la sociedad y c) resguardar los derechos legítimos de las personas; en caso de que éste no cumple con tales exigencias va perdiendo paulatinamente legitimidad. Ciertamente, la falta frente a cada una de estas exigencias no acarrea las mismas consecuencias políticas. La falta contra b) puede no tener las mismas consecuencias políticas como la falta contra a) o c), dependiendo del grado de intensidad del conflicto que el Estado no esté en condiciones de evitar, controlar o contener. Ciertamente, la guerra civil en la que el Estado parece ser inexistente pone en entredicho su legitimidad política. Por otra parte, el hecho que el Estado no esté en condiciones de resguardar los derechos de los ciudadanos pone en entredicho su legitimidad dependiendo si los derechos vulnerados son fundamentales o si es el mismo Estado el que vulnera tales derechos. Pero en caso en el que la pérdida de apoyo político de los ciudadanos al Estado resulta inevitable y plenamente justificado ocurre cuando el Estado atenta contra la vida de las personas.

En todos los casos en que los ciudadanos tienen justificaciones suficientes para retirar al gobierno o al Estado el apoyo político necesario, les sería permitido remover el gobierno y cambiar, parcial o totalmente, de sistema político por medio de acciones violentas. Pero, aunque se trata de acciones llevadas a cabo por principios políticos fundamentales, es decir, morales, (la supervivencias de las personas y el resguardo de sus derechos fundamentales) no se trata de casos de desobediencia civil. Aquí las acciones llevadas a cabo son de carácter violento, en cambio en el caso de la desobediencia civil no es permisible el uso de la violencia. En la sedición o insurrección moralmente motivada y justificada, los subversivos consideran que el Estado ha perdido plenamente el derecho a su apoyo político, de modo que si la insurrección fracasa los implicados en ésta no se someten por sí mismos a la justicia de aquel Estado que consideran ilegitimo, sino que se les obliga a ello por medio de la fuerza pública que el Estado controla. La desobediencia civil, en cambio, supone que los ciudadanos que desacatan la ley por una cuestión de conciencia están dispuestos a cumplir con las penas que el Estado tiene previstas para ellos.


Pareciera ser que, por lo menos en el caso de cargas tributarias, Hobbes no introduce un criterio que permite discriminar entre cargas razonables y excesivas, con la consecuente imposibilidad de reacción, de parte de los ciudadanos, de cargas impositivas abusivas por parte del Estado. Sin embargo, en el pensamiento de Hobbes los ciudadanos no tienen las manos completamente atadas. Ellos pueden apelar a una instancia mayor en el caso de que los magistrados actúen de manera opresiva, tal como lo testimonia el texto de los Elementos del derecho natural y político: “Otra cosa necesaria para el mantenimiento de la paz es la correcta administración de la justicia, que descansa principalmente en el desempeño honesto de sus deberes por parte de aquellos que han sido nombrados magistrados por y bajo la autoridad del poder soberano; los cuales al ser personas privadas respecto al soberano pueden tener fines privados, de modo que pueden ser corrompidos mediante regalos o por intercesión de amigos; en consecuencia deben ser controlados por el poder superior para evitar que el pueblo, agraviado por su injusticia, tome la justicia por su mano perturbando la paz de la comunidad. [...] [E]s necesario asimismo una vía libre y abierta para denunciar los agravios ante aquel o aquello que tienen la autoridad soberana” HOBBES, Thomas; Elementos del derecho natural y político, Madrid: Alianza Editorial, 2005. P. 302.

Con esto podemos observar cómo en Hobbes los ciudadanos tiene el derecho de retirar su apoyo político a un Estado que no esté en condiciones de defender sus derecho, pero el derecho a sedición por parte de los ciudadanos no está presente, a menos que se interprete la autorización expresada en el pasaje del Leviatán que hemos citado, como un caso de “autorización a la sedición”. Este asunto conduce a una investigación más ardua en el pensamiento político de Hobbes que desborda la dirección del presente artículo.
[...]
2.- Desobediencia civil, uso público de la razón y ley permisiva.

Los vínculos entre la desobediencia civil, el control difuso y el control concentrado de la constitución nos ofrece un análisis que acentúa los aspectos jurídicos. Si bien allí no desaparecen los aspectos políticos, dichas dimensiones se muestran ampliamente en la conexión entre la desobediencia civil, y lo que Kant denominó uso público de la razón[1] y ley permisiva[2] . Si queremos una interpretación política de la desobediencia civil, es por aquí por donde tenemos que enrumbarnos.

2.1.-Desobediencia civil y uso público de la razón.

Con el fin de entender qué entiende Kant por política es necesario que abortemos una de las principales distinciones que aparecen en el texto sobre la Ilustración. Allí distingue la dimensión pública de la dimensión privada de la vida de las personas. Pero dicha distinción no es exactamente la que nuestro sentido común establece entre “lo público” y “lo privado”. En nuestro sentido habitual del término “privado” es también el uso de la conciencia individual, de modo que cuando ejercemos una reflexión en conciencia solemos decir que nos encontramos es nuestro “fuero privado”. En cambio Kant ofrece otro significado al término “privado” que se identifica no con el “fuero interno de la conciencia individual” sino con las relaciones desarrolladas al interior de las instituciones sociales, como son las universidades, las Iglesias, las Fuerzas Armadas, entre otras instituciones. Al interior de éstas se demarca una esfera que podríamos denominar “doméstica”. Las personas son representadas allí como miembros de las instituciones respectivas. Lo público, en contraposición, es entendido como un espacio compartido por todas personas, con independencia a la institución a la que pertenezcan en el que ellas son representadas como ciudadanos. En contraposición a lo privado, las cuestiones públicas son de interés general, no sólo de interés doméstico.
Por uso público de la razón Kant entiende la reflexión de orden política respecto de las normas jurídicas que las personas hacen en tanto ciudadanos. Dicho concepto se contrapone al uso privado de la razón, uso de la razón que representa aquél que las personas desarrollan en el fuero doméstico (la Iglesia, el ejército y demás instituciones). Puesto que lo que caracteriza a la Ilustración es la expansión de la libertad, a Kant le va a interesar resaltar qué permite dicha expansión. Aquello que da un dinamismo importante a la presencia de la autonomía y la libertad en las sociedades consiste en la concurrencia de la libertad tanto respecto del uso público como del uso privado de la razón, pero en dosis diferentes: mientras que el uso público ha de ser completamente libre, el privado ha de ser restringido. La necesidad de que el uso privado de la razón sea restringido descansa en el hecho de que de ese modo es posible el funcionamiento de las instituciones. En cambio, el uso público ha de ser completamente libre, sin restricción alguna, porque ello permite el mejoramiento de las leyes del Estado.

El uso público de la razón representa el ejercicio del pensamiento crítico de los ciudadanos respecto a las leyes. Se trata de un ejercicio político por excelencia, puesto que la política, desde la perspectiva kantiana, consiste en la actividad de los ciudadanos en vistas de acercar el derecho vigente a la idea normativa del derecho. Tal uso de la razón supone un espacio público que los ciudadanos comparten y en el que pueden expresar- por medio de la publicación de artículos, visualizaba Kant- sus diferencias con la ley y sus sugerencias de reforma. Pero además supone la disposición del soberano (los legisladores) para acoger las críticas y realizar las reformas necesarias al sistema jurídico. Ciertamente, a lo largo de la historia de las sociedades en vía de modernización los reclamos de los ciudadanos frente a leyes injustas han encontrado canales públicos de expresión que exceden el marco de los medios impresos de comunicación a través de artículos. Hoy nos suelen llegar sus denuncias a través de imágenes de demandas judiciales, manifestaciones públicas, huelgas, desacato de las leyes por razones de conciencia o acciones de desobediencia civil, entre otras.

El uso público de la razón para Kant tiene un carácter legislativo en el sentido en el que expresa la actividad de la Voluntad Popular, que es la instancia legislativa en última instancia. En el texto de la Metafísica de las costumbres[3] y en Teoría y práctica[4] se aclara de qué manera el juego entre mayoría y minoría en los parlamentos expresa sólo en parte de la dinámica legislativa de la ciudadanía en tanto Voluntad Popular. En ese sentido las figuras políticas anotadas arriba manifiestan el uso público de la razón, y reproducen un proceso de reflexión política que se realiza por medios pacíficos y legales. En todas esas acciones se expresan de manera implícita argumentos políticos y jurídicos dirigidos a lograr cambios políticos y transformaciones en las leyes. Así como las palabras llevan a cabo acciones, estas acciones políticas realizan discursos dentro del debate político. Ello es posible porque todas estas manifestaciones prácticas se encuentran en la órbita de la fidelidad a la constitución y a los principios de la justicia. El concepto kantiano del uso público de la razón representa un espacio de la actividad política conducente a la reforma de las leyes del derecho donde coexisten los artículos de opinión, los foros públicos de discusión pública, las demandas judiciales, los paros, las marchas y huelgas, entre otras tantas actividades políticas fieles a la constitución. La desobediencia civil ocupa un lugar especial entre esas actividades políticas: demarca el límite entre la acción
La desobediencia civil sea el límite de lo político. La acciones más radical inmediata ya abre las puestas a la sedición y representan el no compromiso con las intuiciones de justicia dentro de una sociedad republicana o democrática constitucional. Todas las acciones que van más allá de ella abandonan el campo de lo político por ser expresiones de violencia. La diferencia entre el guerrillero y el desobediente civil es que mientras el primero se enfrenta al Estado y a la ley a través de las armas, destruyendo, hiriendo y matando, el desobediente civil resiste a la ley por medio de la autoridad que emana de su propio cuerpo desarmado.
El punto, dentro del espectro de las acciones políticas, que la desobediencia civil demarca, señala la distinción entre la legalidad y la criminalidad. Esto se logra en dos sentidos. Primero, respecto de las acciones de los ciudadanos particulares, pues las acciones que se apartan de ese punto por su radicalidad se insertan en la militancia sediciosa que no reconoce la constitución y el sistema de justicia, en contraparte, los reconoce como criminales, no como disidentes políticos. Y en un segundo sentido, sucede también que la desobediencia civil establece el punto en el que un Estado pasa a la criminalidad. Si el Estado no escucha las demandas que provienen desde la desobediencia civil es porque ha decidido abandonar el ámbito de lo político. Con su determinación, la mayoría política ha decidido exponerse a acciones más radicales de parte de las minorías, abriendo las puertas a las acciones violentas que caracterizan a los conflictos internos que por lo general son conflictos armados. Dichos Estados son claramente criminales porque a través de su negativa a revisar la legislación vigente muestran su falta de fidelidad a la constitución y a los principios de justicia.

[1] HOBBES, Thomas, Leviatán o la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil, México: FCE, 2001. P. 180. [2] Así, en el De Cive se analiza el caso de la sedición basada en el reclamo frente a excesivas cargas tributarias, pero a pesar del peso que eso significa, los ciudadanos habrían de considerar que ese es el costo que han de pagar para el mantenimiento del Estado que garantice la paz. Así, “[E]n todo gobierno, la mano que empuña la espada es el rey o la asamblea suprema, los cuales deben ser mantenidos por los súbditos con la misma dedicación e industria con la que cada hombre se afana en procurarse a sí mismo su fortuna personal, y que los impuestos y tributos no son sino las mercedes que reciben quienes nos protegen con las armas en alto para que los trabajos y esfuerzos de los individuos particulares no sean perturbados por intromisión de los enemigos”.HOBBES, Thomas, De Cive, Elementos filosóficos sobre el ciudadano, Madrid: Alianza Editorial, 2000. Pp. 204-05.

[1] Cfr. KANT, Inmanuel; Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la ilustración? en: KANT, Inmanuel; En defensa de la ilustración, Barcelona: Alba Editorial, 1999.
[2] Cfr. KANT, Inmanuel; Para la paz perpetua. Un esbozo filosófico, en: KANT, Inmanuel, En defensa de la ilustración, Barcelona: Alba Editorial, 1999.
[3] Cfr. KANT, Inmanuel; Metafísica de las costumbres, Madrid: Tecnos, 1989.
[4] Cfr. KANT, Inmanuel; Sobre el tópico: Esto puede ser correcto en teoría pero no vale para la práctica en: KANT, Inmanuel, En defensa de la ilustración, Barcelona: Alba Editorial, 1999.

[3] LOCKE, John; Segundo tratado sobre el gobierno civil, Madrid: Alianza Editorial, 2002.
[4] Íbid, 198-99.
[5] Por ejemplo Juan de Salisbury desarrolló en el siglo XII una teoría sobre la legitimidad del tiranicidio. El tiranicidio constituye una figura política cercana a la sedición, sólo que en ella el fin de la actividad es la muerte del soberano, a causa de que es considerado como un tirano de cuyo poder no es posible liberarse de otro modo; en cambio, la sedición tiene como fin destruir el sistema político vigente, de manera parcial o total, para instaurar otro. La sedición no implica necesariamente el asesinato del tirano, y tampoco implica necesariamente que el soberano sea un tirano, sino basta con que sea considerado un déspota. Cf. SALISBUTY, Juan; Policraticus, Madrid : Editora Nacional, 1984. Además se puede ver BACIGALUPO, Luis; El probabilismo y la licitud del tiranicidio : un análisis del atentado del 20 de Julio de 1944, en: Actas del segundo simposio de estudiantes de filosofía -- Lima : Pontificia Universidad Católica del Perú. Facultad de Letras y Ciencias Humanas. Especialidad de Filosofía, 2004.

Ventajas y desventajas de la reincidencia


María José Olavarría Parra

Nociones preliminares

Previo al desarrollo del presente informe, es necesario definir el instituto de la reincidencia. Cabanellas considera que la “Reincidencia es la repetición de la misma falta, culpa o delito; insistencia en los mismos. Estrictamente hablando se dice que reincidencia es la comisión de igual o análogo delito por el reo ya condenado. Agrava la responsabilidad criminal por demostrar la peligrosidad del sujeto, la ineficacia o desprecio de la sanción y la tendencia a la habitualidad”. Es decir, la reincidencia es la realización de un delito antes cometido o de uno análogo.

Existen diferentes posturas con respecto a la reincidencia; entre ellas, las que indican que constituye una circunstancia agravante. En esta línea de pensamiento, podemos encontrar a Rossi, entre otros. Por otro lado, autores como Merkel y Mittermaier no la consideran agravante.

Ventajas

El reincidente crea, para algunos, una “alarma social”. Ello consiste en que hay un deterioro de la seguridad jurídica y un peligro para el orden jurídico que es apreciable en la población. Mediante la imposición de penas más severas, no se distinguirá este perjuicio.

Además, se podría percibir que existe una insuficiencia relativa de la pena ordinaria. Esto es, la pena ordinaria no le fue suficiente para que el sujeto deje de cometer la conducta delictiva. Al ser agravante la reincidencia, el reincidente tendrá una pena que hará que ya no vuelva a cometer el delito.

Existe, asimismo, una necesidad de defensa de la sociedad frente al sujeto reincidente, ya que, con su conducta, demuestra mayor peligrosidad que el primario por lo que tiene una mayor capacidad y mayor facilidad para delinquir. En el reincidente, existe una inclinación hacia la comisión del delito, lo cual se agrava, ya que el individuo conoce de antemano las consecuencias de la misma

Por otro lado, la doctrina señala que se debería considerar la reincidencia como circunstancia agravante, puesto que quien ha cometido un delito y lo vuelve a hacer es probable que repita esta actitud en el futuro. Es así que, para prevenir problemas futuros, se le aplica una pena más severa.

Desventajas

Existe una violación del principio Non bis in ídem, según el cual, nadie puede ser juzgado ni sancionado dos veces por un mismo hecho. Es así, que si se constituye como circunstancia agravante la reincidencia, el sujeto estaría siendo sancionado nuevamente por el delito antes cometido. La pena debe limitarse a la acción u omisión presente.

Quiebra, además, el principio de igualdad ante la ley y el fin reintegrador de la pena ya que se le estaría recordando siempre un delito del que ya obtuvo una sanción.

Por otro lado, una parte de la doctrina indica que se crea un delito autónomo, el delito de ser reincidente. Es decir, se estaría creando otro tipo penal.

En otro aspecto, la reincidencia afecta el instituto de cosa juzgada. Esto ocurre porque una sentencia ya archivada serviría para condenar un hecho presente. Esto podría resultar en una acción de inconstitucionalidad contra la norma que expresa como agravante a la reincidencia.

Además, se está violando lo expresado en el artículo 7 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. En este artículo, se indica que nadie puede ser sancionado ni juzgado por delito por el cual haya sido condenado o absuelto por sentencia firme.


Conclusiones

En un estado de Derecho, donde se velan los derechos de las personas, no debería existir el instituto de la reincidencia como agravante. Debemos considerar al Derecho penal como un Derecho penal liberal en el que existan garantías hacia las personas y no exista la cosificación del hombre; es decir, el hombre no debe ser tomado como un objeto sino como un sujeto de derechos.

Pensar que la pena antes impuesta no fue suficiente, es negar que la pena tenga un efecto resocializador como lo indica el Título Preliminar del nuestro Código Penal. Estaríamos cayendo en una contradicción y estaríamos subestimando el efecto preventivo de la pena.

Al estimarse que el sujeto que ya cometió un delito y lo vuelve a hacer pueda cometerlo nuevamente, estamos violando la presunción de inocencia que tiene toda persona natural. Se está juzgando a la persona antes de cometer el delito. Además, lo que puede ser penado hoy, puede que no lo sea en el futuro.

Por último, se estaría pasando de un “Derecho penal de acto” a un “Derecho penal de autor”, en el que se juzga a una persona por lo que es y no por lo que hizo. Este modelo se ha visto, como indica Zaffaroni, en los sistemas penales soviéticos, nazis y fascistas “«Enemigo del pueblo» stalinista, «enemigo del estado» fascista, del «enemigo de la nación» nazista”.