CÍRCULO DE ESTUDIOS POLÍTICOS Y SOCIALES

CIREPS

La violencia institucional de la sociedad peruana

La tradición autoritaria.
Violencia y autoritarismo en el Perú


APRODEH / SUR. Lima, 1999
Alberto Flores Galindo
Por Arturo Caballero Medina
La tradición autoritaria es un ensayo de interpretación que propone un diálogo y, a la vez, una discusión basada en una visión particular del autor sobre las relaciones entre Estado y sociedad, entre la política y la vida cotidiana; es decir, busca establecer a decir del autor, “conexiones de sentido” entre estos aspectos. El ensayo le permite al autor desplegar su postura mediante un vuelo mucho más libre de lo que podría ocurrir con un texto académico producto de una investigación, lo cual no le resta rigurosidad y, más bien, resalta el espíritu crítico de un científico social que no tiene reparos en exponer su punto de vista en un contexto académico donde abundan las aproximaciones tangenciales o los oscuros trabajos comprensibles solo para entendidos y donde la convicción se suele confundir con dogmatismo. En este sentido, el ensayo de Flores Galindo cumple con ser claro y directo.

Democracia y militarismo

Su propósito es explicar el origen del autoritarismo en el Perú. Para ello, apela a una revisión histórica de ciertos momentos claves en los que se gestó el autoritarismo. El texto inicia con un recuento de los acontecimientos de nuestra vida republicana que oscilaron entre la democracia y el autoritarismo. El balance de esta etapa muestra que la naciente República se encontró con una sociedad fragmentada en la que, a pesar de que sus individuos gozaban de una libertad nominal, esta no tenía un equivalente en la vida cotidiana. En consecuencia, el nuevo Estado peruano se instaló sobre una sociedad sin ciudadanos, en el sentido de individuos organizados y con capacidad de representación política e igualdad de derechos. La nueva República no superó la estructura de una sociedad estamental colonial, sino que la reacondicionó a los nuevos tiempos.

La disyuntiva, entonces, era elegir entre el orden y la anarquía. La aristocracia aceptaba el nuevo orden republicano si es que el Estado utilizaba la fuerza para evitar el desborde popular y, a lo sumo, implementar los cambios sociales de la manera menos traumática. De todos modos, les atraía la idea de mantener el statuo quo. La solución intermedia de una monarquía constitucional no tuvo éxito y los primeros gobernantes prosiguieron con el proyecto republicano. En este contexto, el ideal de una república democrática fue alimentado por algunos intelectuales peruanos con el objetivo de cortar vínculos con la colonia, pero no se constituyó en un proyecto sostenido en la cotidianeidad de la sociedad peruana post Independencia ni de la clase política que tuvo a su cargo el gobierno. Si bien la Independencia significó la caída de la aristocracia colonial, también sucedió que esta recuperó protagonismo posteriormente.

En las primeras décadas de la República, el vacío dejado por la clase colonial fue ocupado por el ejército quienes ofrecieron orden y defensa de la República. De esta manera, es que resultaba difícil conciliar autoritarismo y democracia porque los militares peruanos no estuvieron a la altura de la conducción política del país. Ante la primera oportunidad de poder, se convirtieron en caudillos. La inestabilidad política y social fue el signo de las primeras décadas de la República: el pueblo enfrentado al gobierno de turno y los caudillos militares entre sí.

Al respecto, considero que una de las afirmaciones más importantes de Flores Galindo en este ensayo se refiere a la participación de la sociedad en el sostenimiento de regímenes autoritarios. Debido a ello, la oposición entre democracia y autoritarismo se desdibuja si tomamos en cuenta que el autoritarismo no fue exclusividad de los militares, sino que también existieron democracias autoritarias como en el caso de Leguía y, recientemente, el de Fujimori. El autor sostiene que la culpa de la interrupción de la democracia no es solo de los militares porque la sociedad apoyo el ascenso y apuntaló, durante largos periodos, a gobernantes autoritarios tanto militares como civiles.

Ese sector mayoritario de la sociedad tuvo gran responsabilidad al apoyar los cuartelazos. Prácticamente, no hubo dictador que no gozara, al inicio de su mandato, del apoyo popular (lo cual ocurre también con los dictadores contemporáneos). Ya sea mediante las masas o las clases altas, los gobiernos autoritarios se sostuvieron gracias a ellos. A la lista de Flores Galindo conformada por Odría, Óscar R. Benavides y Velasco podemos añadir a Fujimori. “Las intervenciones del ejército han contado, siempre que han conseguido ser exitosas, con el respaldo de un sector civil” (29). En consecuencia, no debemos perder de vista que la democracia en el Perú no ha sido sinónimo de gobierno civil. Resulta sorprendente darnos cuenta de que los gobiernos autoritarios civiles (Leguía y Fujimori) duraron más tiempo en el poder que los militares (Odría, Velasco y otros).

Esto último suscita una reflexión sobre el Fujimorato. Además de juzgar la responsabilidad de la clase política que gobernó en ese periodo, no debe soslayarse el hecho que gran parte de la ciudadanía recibió con beneplácito el autogolpe y el consecuente cierre del Congreso, la defenestración del Tribunal Constitucional, la masacre de Barrios Altos y la desaparición de los estudiantes de La Cantuta, y que entre 1980 y 2000 miró de costado el terrorismo: solo tenían importancia los atentados en Lima; el resto eran noticias lejanas. Tarata, análogamente al 11 de septiembre a nivel mundial, remeció a la sociedad peruana oficial porque tuvo lugar en Lima, pero ¿no eran igualmente execrables las ejecuciones extrajudiciales en Ayacucho?

Flores Galindo apunta que los militares también marcaron la pauta para iniciar procesos democratizadores como las reformas agraria e industrial de Velasco y la Asamblea Constituyente de 1978 convocada por Morales Bermúdez. En conclusión, afirma que dictadura y democracia no son necesariamente sinónimos de militares y civiles respectivamente. Prueba de ello es que los procesos electorales no fueron democráticos en sus inicios sino que, paulatinamente, fueron extendiendo su convocatoria: en 1956, recién se permitió el voto femenino y en 1980, el de los analfabetos.

Otra característica del péndulo militarismo-democracia es la confianza del colectivo en un individuo más que en la ideología. Se vota por hombres, no por ideas. Se espera al hombre providencial, al caudillo mesiánico que salvará a la sociedad. “Apuesta ciega en un individuo y en sus designios” (33). De ahí que la personalización de los proyectos partidarios dependa, en sumo grado, de la seducción que ejerza determinado líder política sobre la sociedad. No es casual que sus nombres se conviertan en la etiqueta de la ideología: hayismo, odriísmo, velasquismo, alanismo, fujimorismo y humanismo por mencionar solo algunos ejemplos.

Los militares

Seguidamente, indaga más en el rol que los gobiernos han otorgado a los militares. Según Flores Galindo, ni la izquierda ni la derecha han discutido el rol que le asiste a las Fuerzas Armadas. Para la clase política gobernante siempre ha sido difícil cuestionarlas abiertamente: asignación de presupuesto sin dilación, disposición de un fuero judicial particular, ser considerados como garantes de la Constitución, pero a la vez no votar, búsqueda de adhesión por parte de los políticos y actualmente dificultad para procesar a los militares implicados en violación de derechos humanos. Todo esto rebate la idea de que las Fuerzas Armadas no son deliberantes porque en los hechos sí lo han sido.

Para el autor, el argumento de las Fuerzas Armadas para refrendar su rol es considerarse los defensores de la nación frente a cualquier agresión. Sin embargo ¿ello justifica que se acepten sus tropelías, o sea, esto es el costo que debe pagar la sociedad civil por ser protegida? Si este es el caso, ¿quién nos protege del protector? Durante mucho tiempo, aparte de los ejércitos enemigos un objetivo de los militares peruanos ha sido Palacio de Gobierno. A ello se agrega el incremento de los efectivos militares, la asistencia e instrucción estadounidense y las partidas presupuestales. Al respecto, Flores Galindo señala que Velasco no pudo reformar el ejército, ya que las Fuerzas Armadas se convirtieron en una élite aristocrática.

En su lucha contra Sendero Luminoso, las Fuerzas Armadas desplegaron un aparato de violencia sistematizada en lugar de buscar la comprensión de este fenómeno. Se trataba solo de eliminar al enemigo a cualquier costo. Luego de que Belaúnde convocara a las Fuerzas Armadas para combatir el terrorismo (1983), se incrementó el número de muertes, desapariciones, fosas comunes y botaderos de cadáveres. El campo y la ciudad se militarizaron. El poder político y la sociedad civil claudicaron ante el poder militar a quien se encargó la tarea de combatir el terrorismo sin un marco de restricción, lo que derivó en un gran perjuicio para la sociedad civil que perdió capacidad de control, las víctimas de la violencia y para los propios militares que combatieron en desigualdad de condiciones contra un enemigo desconocido.

La ausencia del Estado de derecho en las zonas de emergencia permitió que las Fuerzas Armadas actuaran, en ciertos momentos y en ciertos lugares, con total impunidad. Sobre el particular, la opinión pública no se conmovió en el grado esperado. Así lo demuestra el impacto de la masacre de los penales, Putis, Huancasanccos, Accomarca, Cayara, etc. En todo caso, la indignación por el atropello a los derechos humanos fue de las víctimas y familiares, ONG´s, intelectuales, algunas universidades y otros grupos, pero no fue una tendencia en la sociedad el exhibir sensibilidad por este tema que a todos nos tocó en mayor o menor grado.

Violencia y racismo

En relación con lo anterior. ¿Por qué no se respetan los derechos humanos en el Perú? Flores Galindo considero que esto ocurre por los siguientes motivos: a) la sociedad peruana no está conformada por ciudadanos, sino por individuos social, cultural y económicamente; b) la República no extendió los derechos civiles a todos los individuos; es decir que la sociedad colonial se reencauchó en la República, ya que subsistía aquella sociedad estamental; c) por la minusvaloración racial que hizo imposible incorporar a la sociedad civil real a aquellos discriminados. En consecuencia, la República creció a espaldas de las mayorías excluidas. ¿Cómo pedirles que respetaran el orden democrático si este no los respeta a ellos y además los excluye? Vemos que la exclusión y la desigualdad social enraizadas en la República fueron causales de la violencia que entre 1980-2000 asoló el país. La cita de Clemente Palma, al respecto, es muy ilustrativa: “Tiene todos los caracteres de la decrepitud y la inepcia para la vida civilizada. Sin carácter, de una vida mental casi nula, apática, sin aspiraciones, es inadaptable a la educación” (41).

De esta manera, Flores Galindo rastrea los vínculos entre racismo y autoritarismo. Hoy, ello quedó demostrado por la composición sociocultural de las víctimas durante el conflicto armado interno: ser campesino-indígena-analfabeto equivalía a ser una víctima potencial de dicha violencia. El autor explica que esta pulsión agresiva mediante data desde la Colonia donde la violencia racista era cotidiana —y que lo es hoy de manera distinta—. En la Colonia, se azotaba a un negro en público; hoy no se permite bañar en las playas de Asia a las trabajadoras del hogar; o se asume que ciertos rasgos físicos y vestimentas convierten a unos jóvenes en “Los malditos de Larcomar”; o que el Grupo 5 cultiva un género musical no intelectual y que por ello son indignos de vestir un terno Armani o Ermenegildo Zegna; o que alegremente un conductor de televisión diga que a los seguidores de Humala les cuesta discernir sobre política debido a la escasez de oxígeno en las alturas. En suma, la respuesta de Flores Galindo a la interrogante sobre los derechos humanos es que, en el Perú, desde la Colonia hasta hoy se ha institucionalizado la violencia, en particular la de tipo racial. No se respeta los derechos humanos porque nuestra sociedad ha practicado históricamente la violencia contra los excluidos. Esta cotidianeidad de la violencia ha insensibilizado a la sociedad civil, lo que condujo a un desinterés generalizado por los derechos humanos.

Ascenso de las clases populares

La violencia también provino de las masas. Esta tuvo su origen en las desigualdades sociales heredadas de la Colonia que la República no logró reducir. La organización social administrativa colonial fue reemplazada por la republicana, pero se mantuvieron intactas las jerarquías y la inmovilidad social. El Estado oligárquico tenía en la aristocracia limeña y en los terratenientes de la sierra a sus mejores aliados. Ambos tenían acceso al poder político: movilizaban a los indios organizándolos en huestes alrededor de un caudillo amparado en la aristocracia citadina que gustaba de tocar la puerta de los cuarteles cada vez que se asomaba un desborde popular. Con Velasco, señala Flores Galindo, ambos grupos perdieron protagonismo, pero no desaparecieron por completo. “El velasquismo fue (…) una revolución política: una revolución desde los aparatos del Estado sin la intervención directa de las clases populares y con el propósito más de reformar que de transformar una sociedad” (49).

En este panorama, las comunidades indígenas protagonizaron violentos levantamientos contra el orden imperante durante el siglo XX. Contra la percepción generalizada de que se trataba de movimientos caóticos, Flores Galindo sostiene que su supervivencia aun al margen del desarrollo y la modernidad es prueba de que las comunidades y sus equivalentes urbanos (clubes de migrantes, asociaciones regionales, etc.) son movimientos organizados. Paralelamente a ello, crecieron los sindicatos, clubes de madres, agrupaciones culturales y comedores populares. El autor concluye en esta parte que existe mayor posibilidad de organización en una sociedad de clases que en una estamental tipo colonial.

El clasismo

El clasismo canalizó la violencia social proveniente de las masas. En una sociedad donde la modernidad convivía con la desigualdad social, los sindicatos cobraron fuerza al cuestionar esta situación. El empresariado consideró ello como una amenaza y no dudaron en apoyar la represión para instaurar el orden. El camino que los sindicatos encontraron para enfrentar esta resistencia contra sus reivindicaciones fue la violencia: huelgas, marchas y toma de empresas.

Fenómeno similar ocurrió con los universitarios, sobre todo en universidades públicas y actualmente en los frentes regionales. Lo común entre ellos es que ingresaron o pretendieron deliberar en política, si es que no sirvieron como apoyo a determinados partidos políticos. De esta manera, los sindicatos cuestionaron las relaciones de poder existentes en las fábricas e industrias. Sus dirigentes poseían instrucción, la cual fue posible gracias a la masificación de la educación. Sin embargo, las expectativas levantadas por la educación se toparon con la escasez de oportunidades de trabajo.

En este clasismo —que también se extendió a otros sectores— se formó una generación de obreros pensantes que no solo se consideraban como fuerza de choque, sino que además estuvieron preocupados por su formación ideológica. Sin embargo, no se pudo evitar la violencia derivada del clasismo. El problema, como lo señala Flores Galindo, fue que no produjeron alternativas de solución efectivas a lo que enfrentaban. Lo que sí se logró fue articular las reivindicaciones sindicales con las demandas del interior del país. Por ello es que después las huelgas y paros nacionales adquirieron importancia como plataforma para concretar los objetivos previstos. Sobre el particular, la actual violencia de los conflictos sociales en las regiones sigue un patrón: destrucción de todo tipo de autoridad estatal.

Flores Galindo destaca que no se produjeron alternativas viables al sistema excluyente, sino que cambió el lugar desde donde se proyectaba la violencia. Lo popular también es susceptible de encarnar el autoritarismo: “Lo más terrible que le puede suceder a un proyecto alternativo es que, al realizarse, termine reproduciendo con otros personajes, las relaciones sociales que ha pretendido abolir” (60). “Las imposiciones violentas y el empleo del temor por parte de Sendero Luminoso tienen un sustento en esta sociedad y su historia. Admitirlo no equivale a justificar sus acciones, de la misma manera que señalar las raíces históricas del caudillismo no es avalarlo” (61).

La democratización de los microgrupos sociales antes mencionados (sindicatos, universitarios, migrantes, etc.) no tuvo un correlato en el Estado y la sociedad. Estuvo de espaldas al autoritarismo estatal y al despotismo de la clase política dirigente. Esto se explica por la desconexión entre sociedad y partidos políticos y por la carencia de representación política oficial de los movimientos sociales. Todo esto dificulta la comprensión del malestar social. Durante el gobierno de Toledo un amplio sector del periodismo calificó de bárbaros, ignorantes y salvajes a los manifestantes que se levantaron en el Arequipazo. El problema no fue la validez o racionalidad de la crítica contra la violencia generalizada, sino la valoración que desde la metrópoli limeña se tiene sobre lo que ocurre en las provincias. Lo mismo ocurrió durante el Moqueguazo, el Andahuaylazo, Ilave y las protestas contra la Ley de la Selva. En este último caso, se trató a los manifestantes como “indígenas” o “comuneros”, pero no como ciudadanos protestando contra una norma abusiva.

La ruptura entre el Estado y la sociedad es la expresión de la falta de un proyecto colectivo común, lo cual se evidencia, según lo señala Flores Galindo, en la falta de espacios comunes de interacción social. En su lugar, existen enclaves comerciales que a la vez son socioculturales. Tuvieron que pasar varios años para que los grandes almacenes y centros comerciales vieran a los habitantes de los conos como potenciales clientes. Aun así, la estratificación no desaparece: se ofrece un producto ad hoc a determinado consumidor, pero subsisten la zonas exclusivas en las que los burgueses contemporáneos pueden evitarse la molestia de ver la miseria. Esa invisibilización, a mi modo de ver, tiene en Asia a su máximo exponente: un anillo de pobreza que rodea el balneario más suntuoso del país. “Lima es una ciudad que ha crecido rodeada siempre por el temor. Sus dueños temieron antes que sus casas fueran arrasadas por los indios (…) por esa especie de aluvión humano que desciende de los andes”.

La profundización de la desigualdad social ha generado que nuestra sociedad recurra a la violencia y que esta forme parte de su estructura. Según José Matos Mar la legitimidad del Estado se constituirá sobre la base de un diálogo condicionado por el desborde popular, en el sentido de que el Perú oficial no podrá imponer más sus condiciones. Por ello, el Estado debe reconocer la ciudadanía real de las masas populares y no solo la legítima legal. No obstante, susbiste el dilema: ceder a la tentación autoritaria militarista-civil o pensar en la posibilidad de un proyecto socialista democrático basado en la refundación del Estado. El desafío es, entonces, cambiar la tradición autoritaria enraizada en nuestra nación. “Hay que repensar la democracia en el Perú” para que sea no solo formal, sino participativa a fin de establecer otro tipo de relaciones sociales más inclusivas, justas, equitativas y solidarias.