Gonzalo Gamio Gehri
El concepto de utopía es una de las nociones más controversiales de la teoría política. Literalmente significa “ningún ligar” o “sin lugar” y se supone que se trata de un neologismo de Tomás Moro, quien en su célebre Utopía (1516) describe una comunidad política sin conflictos, en la que sus miembros comparten las tareas productivas y se entregan al cultivo del conocimiento y de la creación artística. Algunos comentaristas han acusado la influencia de La República de Platón en la trama general de la obra. No obstante, el término “utopía” también ha sido utilizado para descalificar al adversario en las contiendas dialécticas de la filosofía práctica. Se lo usa para caricaturizar los modelos políticos que promueven instituciones y prácticas inviables en la práctica, ensoñaciones de mentes inspiradas e ilusas. Tal acusación suele provenir de las canteras del llamado “realismo político”, un pensamiento que presume estar afincado en las instituciones, prácticas y estrategias “realmente vigentes” en el mundo político ordinario.Podríamos considerar – en principio, el tema merece un tratamiento más exhaustivo – cuatro sentidos de la expresión utopía, tanto en la tradición filosófico-política como en el habla corriente:
1) Una forma de vida, personal o comunitaria, que representa el cumplimiento de los fines últimos de la condición humana, planteado como objeto del pensar y actuar del filósofo que intenta encarnar lo bueno y mejor en el mundo (Platón).
2) El ideal de una vida superior cuya concreción empírica es bosquejada como una tarea infinita de la razón, susceptible de revisión y crítica permanentes (Kant, Husserl).
3) La imagen de un ‘mundo perfecto’ que exige ser construido por la razón o por la fuerza. Una imagen moral que impone condiciones a los hombres, aún al precio de su destrucción (la crítica de Hegel a la Revolución francesa en la Fenomenología del espíritu).
4) Una concepción moral y política inviable o meramente ficticia (uso ordinario – y no examinado – de la expresión).
En nuestro medio suele recurrirse al cuarto sentido, el menos riguroso, de utopía. Ya sabemos que en nuestros círculos políticos - incluida la blogósfera - el trabajo del concepto es rara avis (1). A veces se ha sindicado al liberalismo político – con su universalismo moral y la defensa de los Derechos Humanos – como un sistema de pensamiento "utópico" en la dirección del uso prefilosófico del término. Quisiera discutir esta importante cuestión aquí. Se considera erróneamente que la objeción consistente en poner de manifiesto el escaso cumplimiento de esta agenda humanista – incluso entre quienes se autodenominan “liberales” – basta para invalidar esta agenda. Esta observación no toma en cuenta la sutil distinción existente entre consideraciones factuales y consideraciones normativas, ni toma en cuenta la energía crítica del liberalismo, su potencial emancipatorio.
Estoy convencido que el liberalismo es “utópico” en el segundo sentido - positivo -, y su trabajo en esa dirección ya va rindiendo frutos. Hace dos siglos se pensaba que la abolición de la esclavitud como institución, la erradicación de las guerras religiosas y la secularización de la esfera pública en occidente eran sueños de mentes alucinadas. Hoy por hoy – con todas sus limitaciones – son una realidad, forman parte de nuestra cultura moral, son conquistas sociales irrenunciables. Ciertamente, el liberalismo político constituye un proyecto incompleto (eso está bastante claro para quienes suscribimos un 'liberalismo de izquierda' en clave narrativa), pero cuenta con estos desarrollos de la modernidad como base. La misma hipótesis del contrato - que bosqueja un escenario en el que el consentimiento reflexivo de los individuos es lo que estrictamente le confiere legitimidad al orden público y al poder constituido - constituye una imagen moral y política profundamente antiautoritaria y antijerárquica. La mayoría de nosotros no estaría dispuesto a renunciar a los valores de la libertad individual, del pluralismo o de la justicia procedimental en nombre de una vuelta al Estado confesional, por ejemplo. El sistema de libertades y derechos forma parte de nuestro ethos.
Con frecuencia, esta perspectiva ha recibido críticas de parte del paleoconservadurismo. Los paleoconservadores consideran que con la pérdida del ‘mundo encantado’ las relaciones humanas y las instituciones han perdido su sentido trascendente, su conexión con lo divino y lo eterno: describen la modernidad como un "penoso paréntesis" en la historia del espíritu humano. Incluso la democracia y la ciencia le parecen producto de ese presunto "extravío"; en contraste, anhelan un "gobierno fuerte" y suelen rendirle cualto a una concepción de la tradición y la religión particularmente reacia a la crítica. A veces, el paleoconservadurismo ha asumido la tarea de “retomar el camino de las esencias”. En otros casos, ha pretendido emprender una extravagante y frívola defensa de la restauración del Antiguo Régimen. En nuestro medio, Eduardo Hernando ha seguido la primera senda (el "esencialismo"), correspondiente a los planteamientos de Strauss y Schmitt. Aunque estoy en total desacuerdo respecto de sus puntos de vista teóricos y de las consecuencias políticas de sus ideas metafísicas - dudo seriamente de su plausibilidad conceptual y de la consistencia formal de la construcción argumental de su postura -, respeto su disposición al diálogo y su honestidad intelectual. Hemos debatido varias veces en un clima de tolerancia y respeto. Hernando no se vale - como otros antiliberales - del engañoso recurso a la diversidad con el objetivo de disolverla para siempre en un orden tradicional represivo. No cubre su antihumanismo con un delgado velo de la postmodernidad que camufle al pensamiento reaccionario; ahora abundan los "postmodernos" que realmente buscan imponer un "gran relato" premoderno contrario a los Derechos Humanos y a las libertades más elementales, un metarrelato que avala discaduras nefastas y crímenes de lesa humanidad. En contraste, este autor reaccionario declara abiertamente su retorno a la metafísica y a las antíguas jerarquías. Su posición conduce a un modelo totalitario y excluyente de sociedad (en el registro de la "utopía número tres") que encuentro teóricamente incoherente y erróneo, además de éticamente inaceptable; sin embargo, hay que reconocer que pone todas las cartas (teóricas) sobre la mesa.
Considero importante discutir con el paleoconservadurismo (particularmente en su línea straussiana) y refutarlo. En el Perú, en donde la tentación autoritaria sigue siendo una amenaza, defender la democracia liberal y el pluralismo implica la crítica radical de la perspectiva de estos predicadores del tutelaje y la monocultura. No importa cuán falsas y arcaicas nos parece que sean - y lo son -; la crítica intelectual y política del paleoconservadurismo constituye un deber moral para los demócratas peruanos. Por desgracia, la mayoría de los paleoconservadores no suelen estar dispuestos a la discusión racional; se refugian en la segunda senda -distinta de la anterior -, la del restaurador monárquico (una especie de "lefebvrismo político"). Esta perspectiva carece de la seriedad del "esencialista" straussiano, aunque derroche vivacidad retórica y un colorido patetismo. Algunos jóvenes paleoconservadores "restauradores" acusan a la argumentación liberal de no ser "realmente filosófica" (a pesar de tener poca claridad acerca de qué va la filosofía). Suelen acusar al liberal de “utopismo” y denunciar el trabajo de la argumentación democrática como un “malabarismo verbal”, cuando de lo que se trata en su opinión es de inclinarse simplemente ante la verdad. Lo gracioso del caso es que los utopistas son ellos. Acusan a la cultura de los Derechos Humanos como un mero "discurso utópico”, pero uno se pregunta si ellos realmente consideran “realista” la "espiritualidad política" que defienden, la del bizarro retorno de la monarquía, los mohines y disfuerzos de la sensibilidad rococó. Pintoresca posición la suya. Se ven en serios aprietos cuando quieren combinar la solemnidad de Trento - pues recusan in pectore el Concilio Vaticano II - con el pathos festivo de Versalles. Pero claro, cuando optan por la “realidad”, terminan defendiendo dictaduras feroces (Franco, Pinochet, Fujimori). Si el esencialismo merece la pena como objeto de crítica y debate, la versión restauradora sólo produce curiosidad por su extravagancia e insustancialidad conceptual. En un país tan profundamente desigual e injusto como el nuestro, el henchido elogio de la rancia aristocracia constituye una broma de mal gusto.
El liberalismo se nutre de "energía utópica" en el segundo sentido - el crítico / normativo - y busca proteger a los agentes y las instituciones de la siniestra patología moral implícita en el tercer sentido de utopía ya citado (el del fundamentalismo político, ya sea revolucionario o integrista). Incluso nos previene de la ilusión consistente en imponer una única visión del Bien secular o religiosa (una versión modificada del primer sentido) que reprima los poderes de la razón práctica. Se trata de preservar, a partir del trabajo de la deliberación y del arreglo político, la dignidad y las libertades de los individuos en el marco de una sociedad pluralista.
(1) Algunos poco esclarecidos individuos agregan a la acusación de "utopismo" el uso de adjetivos ofensivos, sumando a la más completa ignorancia el insulto.
El concepto de utopía es una de las nociones más controversiales de la teoría política. Literalmente significa “ningún ligar” o “sin lugar” y se supone que se trata de un neologismo de Tomás Moro, quien en su célebre Utopía (1516) describe una comunidad política sin conflictos, en la que sus miembros comparten las tareas productivas y se entregan al cultivo del conocimiento y de la creación artística. Algunos comentaristas han acusado la influencia de La República de Platón en la trama general de la obra. No obstante, el término “utopía” también ha sido utilizado para descalificar al adversario en las contiendas dialécticas de la filosofía práctica. Se lo usa para caricaturizar los modelos políticos que promueven instituciones y prácticas inviables en la práctica, ensoñaciones de mentes inspiradas e ilusas. Tal acusación suele provenir de las canteras del llamado “realismo político”, un pensamiento que presume estar afincado en las instituciones, prácticas y estrategias “realmente vigentes” en el mundo político ordinario.Podríamos considerar – en principio, el tema merece un tratamiento más exhaustivo – cuatro sentidos de la expresión utopía, tanto en la tradición filosófico-política como en el habla corriente:
1) Una forma de vida, personal o comunitaria, que representa el cumplimiento de los fines últimos de la condición humana, planteado como objeto del pensar y actuar del filósofo que intenta encarnar lo bueno y mejor en el mundo (Platón).
2) El ideal de una vida superior cuya concreción empírica es bosquejada como una tarea infinita de la razón, susceptible de revisión y crítica permanentes (Kant, Husserl).
3) La imagen de un ‘mundo perfecto’ que exige ser construido por la razón o por la fuerza. Una imagen moral que impone condiciones a los hombres, aún al precio de su destrucción (la crítica de Hegel a la Revolución francesa en la Fenomenología del espíritu).
4) Una concepción moral y política inviable o meramente ficticia (uso ordinario – y no examinado – de la expresión).
En nuestro medio suele recurrirse al cuarto sentido, el menos riguroso, de utopía. Ya sabemos que en nuestros círculos políticos - incluida la blogósfera - el trabajo del concepto es rara avis (1). A veces se ha sindicado al liberalismo político – con su universalismo moral y la defensa de los Derechos Humanos – como un sistema de pensamiento "utópico" en la dirección del uso prefilosófico del término. Quisiera discutir esta importante cuestión aquí. Se considera erróneamente que la objeción consistente en poner de manifiesto el escaso cumplimiento de esta agenda humanista – incluso entre quienes se autodenominan “liberales” – basta para invalidar esta agenda. Esta observación no toma en cuenta la sutil distinción existente entre consideraciones factuales y consideraciones normativas, ni toma en cuenta la energía crítica del liberalismo, su potencial emancipatorio.
Estoy convencido que el liberalismo es “utópico” en el segundo sentido - positivo -, y su trabajo en esa dirección ya va rindiendo frutos. Hace dos siglos se pensaba que la abolición de la esclavitud como institución, la erradicación de las guerras religiosas y la secularización de la esfera pública en occidente eran sueños de mentes alucinadas. Hoy por hoy – con todas sus limitaciones – son una realidad, forman parte de nuestra cultura moral, son conquistas sociales irrenunciables. Ciertamente, el liberalismo político constituye un proyecto incompleto (eso está bastante claro para quienes suscribimos un 'liberalismo de izquierda' en clave narrativa), pero cuenta con estos desarrollos de la modernidad como base. La misma hipótesis del contrato - que bosqueja un escenario en el que el consentimiento reflexivo de los individuos es lo que estrictamente le confiere legitimidad al orden público y al poder constituido - constituye una imagen moral y política profundamente antiautoritaria y antijerárquica. La mayoría de nosotros no estaría dispuesto a renunciar a los valores de la libertad individual, del pluralismo o de la justicia procedimental en nombre de una vuelta al Estado confesional, por ejemplo. El sistema de libertades y derechos forma parte de nuestro ethos.
Con frecuencia, esta perspectiva ha recibido críticas de parte del paleoconservadurismo. Los paleoconservadores consideran que con la pérdida del ‘mundo encantado’ las relaciones humanas y las instituciones han perdido su sentido trascendente, su conexión con lo divino y lo eterno: describen la modernidad como un "penoso paréntesis" en la historia del espíritu humano. Incluso la democracia y la ciencia le parecen producto de ese presunto "extravío"; en contraste, anhelan un "gobierno fuerte" y suelen rendirle cualto a una concepción de la tradición y la religión particularmente reacia a la crítica. A veces, el paleoconservadurismo ha asumido la tarea de “retomar el camino de las esencias”. En otros casos, ha pretendido emprender una extravagante y frívola defensa de la restauración del Antiguo Régimen. En nuestro medio, Eduardo Hernando ha seguido la primera senda (el "esencialismo"), correspondiente a los planteamientos de Strauss y Schmitt. Aunque estoy en total desacuerdo respecto de sus puntos de vista teóricos y de las consecuencias políticas de sus ideas metafísicas - dudo seriamente de su plausibilidad conceptual y de la consistencia formal de la construcción argumental de su postura -, respeto su disposición al diálogo y su honestidad intelectual. Hemos debatido varias veces en un clima de tolerancia y respeto. Hernando no se vale - como otros antiliberales - del engañoso recurso a la diversidad con el objetivo de disolverla para siempre en un orden tradicional represivo. No cubre su antihumanismo con un delgado velo de la postmodernidad que camufle al pensamiento reaccionario; ahora abundan los "postmodernos" que realmente buscan imponer un "gran relato" premoderno contrario a los Derechos Humanos y a las libertades más elementales, un metarrelato que avala discaduras nefastas y crímenes de lesa humanidad. En contraste, este autor reaccionario declara abiertamente su retorno a la metafísica y a las antíguas jerarquías. Su posición conduce a un modelo totalitario y excluyente de sociedad (en el registro de la "utopía número tres") que encuentro teóricamente incoherente y erróneo, además de éticamente inaceptable; sin embargo, hay que reconocer que pone todas las cartas (teóricas) sobre la mesa.
Considero importante discutir con el paleoconservadurismo (particularmente en su línea straussiana) y refutarlo. En el Perú, en donde la tentación autoritaria sigue siendo una amenaza, defender la democracia liberal y el pluralismo implica la crítica radical de la perspectiva de estos predicadores del tutelaje y la monocultura. No importa cuán falsas y arcaicas nos parece que sean - y lo son -; la crítica intelectual y política del paleoconservadurismo constituye un deber moral para los demócratas peruanos. Por desgracia, la mayoría de los paleoconservadores no suelen estar dispuestos a la discusión racional; se refugian en la segunda senda -distinta de la anterior -, la del restaurador monárquico (una especie de "lefebvrismo político"). Esta perspectiva carece de la seriedad del "esencialista" straussiano, aunque derroche vivacidad retórica y un colorido patetismo. Algunos jóvenes paleoconservadores "restauradores" acusan a la argumentación liberal de no ser "realmente filosófica" (a pesar de tener poca claridad acerca de qué va la filosofía). Suelen acusar al liberal de “utopismo” y denunciar el trabajo de la argumentación democrática como un “malabarismo verbal”, cuando de lo que se trata en su opinión es de inclinarse simplemente ante la verdad. Lo gracioso del caso es que los utopistas son ellos. Acusan a la cultura de los Derechos Humanos como un mero "discurso utópico”, pero uno se pregunta si ellos realmente consideran “realista” la "espiritualidad política" que defienden, la del bizarro retorno de la monarquía, los mohines y disfuerzos de la sensibilidad rococó. Pintoresca posición la suya. Se ven en serios aprietos cuando quieren combinar la solemnidad de Trento - pues recusan in pectore el Concilio Vaticano II - con el pathos festivo de Versalles. Pero claro, cuando optan por la “realidad”, terminan defendiendo dictaduras feroces (Franco, Pinochet, Fujimori). Si el esencialismo merece la pena como objeto de crítica y debate, la versión restauradora sólo produce curiosidad por su extravagancia e insustancialidad conceptual. En un país tan profundamente desigual e injusto como el nuestro, el henchido elogio de la rancia aristocracia constituye una broma de mal gusto.
El liberalismo se nutre de "energía utópica" en el segundo sentido - el crítico / normativo - y busca proteger a los agentes y las instituciones de la siniestra patología moral implícita en el tercer sentido de utopía ya citado (el del fundamentalismo político, ya sea revolucionario o integrista). Incluso nos previene de la ilusión consistente en imponer una única visión del Bien secular o religiosa (una versión modificada del primer sentido) que reprima los poderes de la razón práctica. Se trata de preservar, a partir del trabajo de la deliberación y del arreglo político, la dignidad y las libertades de los individuos en el marco de una sociedad pluralista.
(1) Algunos poco esclarecidos individuos agregan a la acusación de "utopismo" el uso de adjetivos ofensivos, sumando a la más completa ignorancia el insulto.
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